Martirio: luz en las tinieblas
(San Sebastián 2019)
Queridos sacerdotes concelebrantes, queridos donostiarras y los que habéis llegado de fuera para celebrar este día; queridas autoridades aquí presentes:
En el retablo mayor de esta Basílica de Santa María veneramos la pequeña imagen de nuestra patrona, la Virgen del Coro, y encima de ella, un gran lienzo de nuestro patrono, el mártir San Sebastián.
Me parece especialmente necesario subrayar, en el contexto en que vivimos, que nuestro patrono –en cierto sentido, nuestro padre espiritual— es un mártir. Y es que, el martirio resulta especialmente luminoso en una sociedad como la nuestra, que parece estar condenada a una permanente lucha de carneros, sin un objetivo concreto. Se trata del mejor antídoto frente a dos tentaciones de nuestros días, que tienen su origen tanto en Oriente como en Occidente: El martirio es totalmente antitético al fundamentalismo, capaz de matar por una ideología; al tiempo que es igualmente contrario al relativismo, que no está dispuesto a mover un dedo para impedir que nuestras raíces cristianas sean aniquiladas.
El martirio no es un fenómeno que se circunscriba a los tiempos del Imperio Romano, como el caso de San Sebastián. El pasado siglo XX ha concentrado a más mártires que los primeros diecinueve siglos de la vida de la Iglesia; sin que en el comienzo del siglo XXI parezca que remita la tendencia, baste recordar el reciente martirio de los cristianos de Medio Oriente.
Me dispongo a compartir con vosotros un testimonio martirial relativamente reciente, de esos que no nos pueden dejar indiferentes.
Dentro de cuatro días, el 24 de enero, celebraremos la fiesta de san Francisco de Sales, fundador de las religiosas contemplativas Visitandinas, popularmente conocidas entre nosotros como “las salesas”. En San Sebastián hemos tenido el privilegio de tenerlas entre nosotros desde 1920 hasta el presente año 2019, en el que se despedirán de nosotros, para congregarse en Santander. Han sido más de 70 mujeres a lo largo de un siglo. Quisiera que mis palabras, en este día de San Sebastián, fueran un reconocimiento a su entrega en la oración y el sacrificio por todos nosotros.
Este contexto es la oportunidad perfecta para compartiros el testimonio de siete mártires salesas, entre las cuales se encuentran tres guipuzcoanas: dos azpeitiarras y una tercera de Oiartzun. Su martirio tuvo lugar en los inicios de la Guerra Civil española, cuando servían a Dios en el Monasterio de la Visitación, en la Calle Santa Engracia de Madrid. El único motivo por el que les quitaron la vida fue el de ser religiosas.
Entre estas mártires, quiero destacar a la religiosa más joven, María Cecilia Cendoya y Araquistain, de 26 años, quien había ingresado en el monasterio, hablando malamente el castellano. Provenía de una familia profundamente católica, y aunque nació en el caserío “Oranda Aundi” de Azpeitia, cuando cumplió los cuatro años marchó vivir a Azkoitia. Se consideraba a sí misma, a todos los efectos, azkoitiarra; hasta el punto de que en el Monasterio de la Visitación de Madrid se guarda memoria de que, en una ocasión, compartiendo anécdotas sobre las consabidas rivalidades entre azpeitiarras y azkoitiarras, llegó a afirmar: «Si a mí me canonizan, no estaré como la estatua de San Ignacio, mirando a Azpeitia, sino a Azkoitia». En fin, no cabe duda de que era una joven alegre y con sentido del humor…
Cuando arreciaba el ambiente de persecución religiosa, ya antes del estallido de la Guerra Civil, la maestra de novicias le ofreció la oportunidad de marcharse a otro lugar más seguro. En los anales del monasterio se guarda memoria de la singular respuesta, marcada por la fonética y sintaxis vascas: «¡No, no, hermana mía, antes cortar ‘cabesa’!». Es obvio que, además de alegría y sentido del humor, aquella joven tenía mucha garra…
El 18 de noviembre de 1936, fueron detenidas las siete religiosas que habían decidido permanecer en el monasterio. Antes de subir a la furgoneta donde las llevaban presas, repartieron entre el vecindario los pocos bienes que tenían, conscientes de que no iban a necesitarlos. Fueron trasladadas por los milicianos desde el monasterio directamente al cementerio para ser fusiladas. Y allí aconteció algo inaudito: las religiosas eran fusiladas de una en una, quedando nuestra azpeitiarra-azkoitiarra la última. Aprovechando un momento de confusión, la joven monja huyó, sin que sus verdugos pudiesen alcanzarla…
Corrió sin parar durante mucho tiempo. Su instinto la llevó a escapar de la muerte, pero al mismo tiempo se le clavó en su corazón el pesar por haber abandonado a sus hermanas y por haber huido del martirio. ¡Había desperdiciado la oportunidad de dar su vida por Cristo! Finalmente, se topó con dos milicianos a los que les confesó que era monja y que estaba huyendo. Estos dos milicianos, que eran de buen corazón, se compadecieron de ella e intentaron salvarla. Uno de ellos, incluso, se ofreció para llevarla a su propia casa con su mujer. Pero Cecilia, agradecida, no quiso aceptarlo, prefiriendo entregarse; de forma que fue trasladada a la checa de Hermosilla, donde moriría mártir meses más tarde. Algunas compañeras de la checa dieron testimonio de que, durante su cautiverio, rezaba continuamente, consolaba y ayudaba a los demás, y de que cuando alguien le aconsejaba que ocultase su condición de religiosa, ella manifestaba con mayor determinación: “¡Soy monja, soy monjita!”… No estaba dispuesta a que se le escapase de nuevo la oportunidad de testimoniar su amor a Dios y de cumplir su deseo de entregar la vida por la salvación de todas las almas, empezando por las de sus verdugos.
Os decía al comienzo que me disponía a compartir con vosotros un testimonio martirial, de esos que no nos pueden dejar indiferentes. ¿Entendéis por qué el martirio resulta especialmente luminoso en medio de los fundamentalismos y los relativismos del momento presente?… Existe una verdad que está por encima de nuestras conveniencias y caprichos, a la cual debemos amar y servir fielmente; pero de la cual no debemos apropiarnos nunca, por la sencilla razón de que no somos sus dueños. Estamos llamados a vivir y a morir por ese ideal supremo, pero nunca a agredir o a matar en su nombre. Por esto los mártires dieron su vida por Cristo, sin responder al mal con el mal, sino venciendo al mal a fuerza de bien.
Y aunque la historia del mártir san Sebastián o de la beata Cecilia nos parezcan un tanto inalcanzables, no olvidemos que existe también el “martirio” en medio de nuestra vida ordinaria; el martirio de la fidelidad cotidiana al Evangelio; el martirio de vivir con gozo y alegría los valores cristianos, sin perder la paz por la hostilidad del ambiente; el martirio de perdonar las injurias y devolver bien por mal.
La hermana Cecilia Cendoya, actualmente beatificada junto con sus compañeras mártires, al igual que nuestro patrono San Sebastián, testimonian que hay cosas que tienen un valor tan grande, que no se les puede regatear el precio… Ellos eran débiles como nosotros, pero confiaron plenamente en la fuerza de Cristo.
Los mártires nos enseñan que si somos fieles a la oración, a la lectura de la Sagrada Escritura y a los sacramentos, Dios nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de modo feliz y sereno el testimonio de la fidelidad, allí donde su providencia lo disponga.
¡Feliz día de San Sebastián, nuestro patrono mártir!