VIII. EL ROMANTICISMO DE LA ORTODOXIA
Nuestro mundo sería más silencioso si fuera más esforzado y esto que es verdad del aparente
estruendo físico es verdad también del aparente estruendo intelectual. Las frases científicas se emplean
como engranajes y pistones científicos para hacer aún más veloz y llano el recorrido del comodón. Las
palabras largas nos pasan zumbando como los trenes largos. Sabemos que llevan cientos de demasiado
cansados o demasiado indolentes para caminar y pensar por sí mismos. En un buen ejercicio probar
alguna vez el modo de expresar cualquier opinión que se posea, en palabras de una sílaba. Si Ud. dice «La
utilidad social de la sentencia indeterminada es reconocida por todos los crimonologistas como parte de
nuestra evolución sociológica hacia un concepto más humano y científico del castigo», puede seguir
hablando así durante horas sin requerir casi ni un movimiento de la materia gris de su cráneo. Pero si
usted empieza «Quiero que Jones vaya a la cárcel y que Brown diga cuando debe salir Jones», con un
estremecimiento de horror descubrirá que está obligado a pensar. Las palabras largas no son las palabras
difíciles; difíciles son las palabras cortas. En la palabra «condena»12 (damm) hay mucha más sutileza
metafísica que en la palabra «degeneración». Pero esas cómodas palabras largas que libran a la gente de la
fatiga de razonar, tienen un aspecto particular por el cual son especialmente perjudiciales y confusas. Esta
dificultad se presenta cuando esas palabras largas se emplean con distintas conexiones para significar
cosas muy distintas. Por eso, tomando un ejemplo bien conocido, la palabra «idealista» tiene un
significado en cuanto parte de la filosofía y otro como pieza de retórica moral. Por la misma razón los
materialistas científicos con justa razón se quejan de que la gente confunda «materialista» como término
de cosmología con «materialista» como farsa moral. Así, para tomar un ejemplo de menor precio, el
hombre que en Londres odia a los «progresistas», en Sud África siempre se dice «progresista». Una
confusión tan falta de sentido como esta se ha producido con la palabra «liberal» en cuanto aplicada a la
religión y en cuanto aplicada a lo político y a lo social. Con frecuencia se ha sugerido que todos los
liberales deberían ser librepensadores puesto que deben amar todo lo libre. Lo mismo se podría decir que
todos los idealistas deberían ser de la Alta Iglesia, puesto que deben amar todo lo elevado. Lo mismo se
podría decir que los chistes «groseros» deberían gustar a los clérigos «amplios»13 y que a los de la «Low
Church»14 les debería gustar la «Low Mass»15. Todo no es más que una coincidencia de términos. En la
actual Europa moderna el librepensador no es un hombre que piensa por sí mismo. Es un hombre que
habiendo pensado por sí mismo, ha llegado a una clase determinada de conclusiones, el origen material
del fenómeno, la imposibilidad de los milagros, lo improbable de la inmortalidad personal y así
sucesivamente. Y ninguna de estas ideas es particularmente liberal. Y es más, casi todas estas ideas son
por cierto definitivamente iliberales, como me propongo demostrar en este capítulo.
En las pocas páginas siguientes mi objeto es hacer notar tan rápidamente como sea posible, que
cada una de las materias sobre las cuales han insistido más vigorosamente los liberadores de la teología,
ha tenido efectos definitivamente iliberales en la práctica social. Casi cada propuesta contemporánea de
introducir libertad en la iglesia ha sido una propuesta de introducir tiranía en el mundo. Porque ahora
liberar la iglesia no significa liberarla en todo sentido. Significa liberar ese conjunto de dogmas
ligeramente llamados científicos, dogma del monismo, del panteísmo y si fuera necesario, del Arrianismo.
Y cada uno de esos (que los tomaremos separadamente) puede demostrarse que es un aliado natural de la
opresión. De hecho, es una circunstancia notable (por cierto no tan notable cuando se llega a pensar), la
mayoría de las cosas son aliadas de la opresión. Solamente existe una que nunca puede pasar de cierto
punto en su alianza con la opresión: es la ortodoxia. Cierto es que puedo retorcer la ortodoxia hasta que
parcialmente justifique a un tirano. Pero, también es cierto que puedo hacer que una filosofía Alemana se
autojustifique.
Ahora tomemos en orden las innovaciones que son notas de la nueva teología de la iglesia
modernista. Terminamos el último capítulo descubriendo a una de ellas. La misma doctrina a la cual se le
dice ser la más anticuada, resultó ser la salvaguarda de las nuevas democracias de la tierra. La doctrina
más aparentemente impopular resultó ser la única fuerza del pueblo. Abreviando, encontramos que la
única negación lógica de la oligarquía estaba en la afirmación del pecado original. Y sostengo que lo
mismo ocurre en todos los otros casos.
Tomo primero el ejemplo más evidente, el caso de los milagros. Por alguna razón extraordinaria,
hay una obstinada noción de que es más liberal no creer en los milagros que creer en ellos. ¿Por qué? Ni
yo puedo imaginarlo ni nadie puede decírmelo. Por alguna causa inconcebible un clérigo «amplio» o
«liberal», siempre es un hombre que por lo menos desea disminuir el número de milagros; nunca es un
hombre que desea aumentar ese número. Siempre significa un hombre libre de no creer que Cristo salió
de su sepulcro; nunca significó un hombre libre de creer que su propia tía, salió de su tumba. Es común
descubrir disturbios en una parroquia porque el párroco no puede admitir que San Pedro caminó sobre las
aguas; no obstante, rara vez encontramos disturbios en una parroquia porque el párroco dice que su padre
caminó sobre el Serpentine! Y esto no es porque nuestra experiencia nos diga que los milagros son
increíbles (como explicarían los precipitados controversistas seculares). No es porque los milagros «no
ocurran», como dice el dogma que Mateo Arnold proclamó con simple fe. Se declaran más hechos
sobrenaturales sucedidos en nuestros tiempos que hace ochenta años. Los hombres de ciencia creen más
de lo que antes creían en tales maravillas. Los prodigios más asombrosos, y hasta terribles, del espíritu y
de la mente los revela la psicología moderna. Lo que la antigua ciencia por lo menos habría rechazado
francamente por no reconocerlo milagroso, hoy lo afirma la ciencia moderna. La única que todavía es
bastante anticuada para rechazar milagros es la Nueva Teología. Pero en verdad esta idea de que es «libre»
de negar los milagros, no tiene nada que ver con la evidencia que dé en pro o en contra de ellos. Que los
comienzos originales de la vida no se explicaban en la libertad de pensamiento sino en el dogma del
materialismo, no es más que un perjuicio verbal sin vida. El hombre del siglo XIX no creyó en la
Resurrección no porque el Cristianismo liberal le permitiera ponerla en duda.
No creyó en ella porque su mismo materialismo estricto no le permitía creerla. Tennyson un típico
hombre del siglo XIX profirió una de las verdades indubitables instintivas de sus contemporáneos, cuando
dijo que había fe en sus honestas dudas. Ciertamente había. Esas palabras encierran una profunda y hasta
horrible verdad. En su dudar los milagros, había fe en un inevitable destino sin Dios; una honda y sincera
fe en la irremediable rutina del cosmos. Las dudas del agnóstico eran la doctrina del monista.
Más adelante hablaré del hecho y la evidencia de lo sobrenatural. Aquí sólo nos concierne este
punto; en tanto pueda decirse que la idea liberal de la libertad entra a ambos lados ,de la discusión sobre
los milagros, evidentemente está de parte de los milagros. La reforma (en el único sentido aceptable) o el
progreso, significa simplemente el control gradual de la mente sobre la materia. Un milagro, significa
sencillamente un control rápido de la mente sobre la materia. Si usted desea alimentar a un pueblo en el
desierto, es imposible, pero no puede pensar que sea liberal. Si usted realmente desea que los niños
pobres puedan ir a la playa, no podría pensar que es liberal que vayan sobre dragones voladores;
solamente puede pensar que es improbable que vayan en tales vehículos. Como el liberalismo, también
una vocación significa la libertad del hombre. Un milagro, sólo significa la libertad de Dios. Puede negar
concienzudamente cualquiera de las dos libertades pero no puede decir que esa negación, sea un triunfo
de la idea liberal.’ La Iglesia Católica creyó que el hombre y Dios tenían ambos una especie de libertad
espiritual. El Calvinismo retiró la libertad al hombre pero se la dejó a Dios. El materialismo científico
limita al mismo Creador: encadena a Dios como el Apocalipsis encadenó al demonio. En el Universo no
deja nada libre. Y aquellos que intervienen en este proceso se dicen «teólogos liberales».
Este, como digo, es el caso de menos peso y de más evidencia. Es literalmente opuesta a la verdad
la presunción de que la duda de los milagros tiene algo en común con el liberalismo o reforma. Si un
hombre no puede creer en los milagros, es asunto concluido; no es particularmente liberal pero es
perfectamente honorable y lógico, que son cualidades muy superiores. Pero si puede creer en los
milagros, ciertamente es más liberal creyendo en ellos: porque significan, primero, la libertad del alma y
segundo, su control sobre la tiranía de las circunstancias. A veces se ignora esta verdad de un modo
singularmente cándido; y la ignoran aún los hombres más capaces. Por ejemplo el señor Bernard Shaw
habla de los milagros con un anticuado y complacido desprecio, como si fueran brechas que la naturaleza
ha abierto en la fe: parece extrañamente inconsciente de que los milagros son sólo las flores terminales de
su árbol favorito, la doctrina de la omnipotencia de la voluntad. Y en el mismo tono llama egoísta y
mezquino al deseo de la inmortalidad, olvidando que llamó al deseo de la vida, saludable y heroico
egoísmo. ¿Cómo puede ser noble el deseo de hacer infinita a la propia vida, y no obstante ser mezquino el
deseo de hacerla inmortal? No, si es deseable que el hombre triunfe sobre la crueldad de la naturaleza y
de la costumbre, ciertamente los milagros son deseables; más adelante discutiremos si son posibles.
Pero debo pasar a los casos más vastos de este curioso error; la noción de que «liberalizar» la
religión, en cierto modo es cooperar en la liberación del mundo. El segundo ejemplo puede hallarse en la
cuestión del panteísmo, o mejor dicho, en cierta actitud moderna frecuentemente llamado imanentismo y
que a menudo es Budismo. Pero éste es un asunto tanto más difícil que no puedo abordarlo sin bastante
preparación.
Las cosas que más confiadamente dicen las personas avanzadas a los auditorios numerosos, por lo
general son las cosas en completa oposición con los hechos; nuestras verdades indiscutibles, actualmente
río son verdades. Aquí está el caso. Hay una frase de liberalidad fácil que una y otra vez se pronuncia en
las sociedades éticas y en las controversias de religión: «las religiones de la tierra difieren en ritos y
fórmulas pero son una sola en cuanto a sus enseñanzas». Es falso; es opuesto a los hechos. Las religiones
de la tierra no difieren mayormente en sus ritos y en sus fórmulas; difieren enormemente en lo que
enseñan. Es como si un hombre dijera: «No se deje engañar porque el «Church Times» y el
«Librepensador» parezcan enteramente distintos, porque uno esté pintado sobre vitela y otro esculpido en
mármol, porque uno es triangular y el otro octagonal; léalos, y verá que dicen lo mismo». Lo cierto es que
se parecen en todo menos en lo que dicen. Un corredor ateo de Surbiton parece exactamente igual a un
corredor sueco en Wimbledon. Puede dar veinte vueltas en torno de ellos y someterlos al estudio personal
más impertinente, sin hallar nada sueco en el sombrero de uno y nada ateo en el paraguas de otro. Es en
sus almas, exactamente, donde está la diferencia. Así también es verdad que la dificultad de todos los
credos de la tierra, no está, según afirman, en esa máxima de poco valor: que coinciden en la esencia y
difieren en el mecanismo. Es exactamente lo contrario. Coinciden en el mecanismo; casi todas las
religiones importantes de la tierra obran con los mismos métodos externos, con sacerdotes, escrituras,
altares, fraternidades juramentadas, fiestas especiales. Coinciden en la forma de enseñar; en lo que
difieren es en lo que enseñan. Los optimistas paganos y los pesimistas occidentales, ambos tendrán
templos, como los Liberales y los Conservadores ambos tienen periódicos. Credos que existen para
destruirse mutuamente, ambos tienen escrituras, igual que los ejércitos que existen para destruirse
mutuamente, ambos tienen cañones. El más acabado ejemplo de esta presunta identidad entre todas las
religiones es la pretendida identidad espiritual del Budismo y el Cristianismo. Aquéllos que adoptan esta
teoría, generalmente rehuyen la moral de la mayoría de los otros credos, excepto, claro está, la del
Confucionismo, el cual les complace porque no es un credo. Pero son prudentes en sus ponderaciones del
Mahometismo, limitándose por lo general a despertar respeto por su moralidad alegando solamente los
«refrigerios» que proporciona a las clases bajas. Rara vez mencionan los puntos de vista Mahometanos
respecto al matrimonio (de los cuales habría mucho que decir) su actitud hacia los Thughs y fetichistas
puede decirse que es hasta fría. Pero en el caso de la gran religión de Cautama, sienten sinceramente que
existe una semejanza.
Los estudiosos de la ciencia popular, como el señor Blatchford siempre insisten en que el
Cristianismo y el Budismo son muy parecidos. Es una creencia muy popular y así lo creí yo mismo hasta
que leí el libro en el cual se daban las razones de esa semejanza. Las razones eran de dos clases:
semejanzas que no significaban nada porque eran comunes a toda la humanidad, y semejanzas que no
eran semejanzas. El autor explicaba solemnemente que los dos credos se parecían en cosas que son
iguales en todos los credos, o los describía semejantes sobre puntos en los cuales son evidentemente
distintos. Así, como ejemplo de primera clase decía que Cristo y Buda ambos fueron llamados por la voz
divina que venía del cielo, como si uno esperara que la voz divina viniera del sótano. O, también,
declaraba gravemente que por una notable coincidencia esos dos maestros orientales tenían algo que ver
con el lavado de pies.
Lo mismo se podría decir que era una notable coincidencia que ambos tuvieran pies que poder
lavar. Y la otra clase desemejanzas eran aquéllas que sencillamente no eran semejantes. Así, este
conciliador de las dos religiones concedía una ferviente atención al hecho de que en ciertas fiestas
religiosas se rasgan las vestiduras del Lama en señal de res-peto, y los restos de ellas son alta-mente
apreciados. Pero éste es el reverso del parecido porque las vestiduras de Cristo no se desgarraron en señal
de respeto sino de escarnio; y los restos de ella sólo fueron apreciados por lo que se obtendría de su venta
en los comercios de trapos. Este argumento es bastante parecido a alegar una conexión evidente entre las
dos ceremonias de la espada: golpeando el hombro del hombre o cortándole la cabeza. Para ese hombre
entre ambas ceremonias no hay ninguna semejanza. Esas migajas de pedantería infantil tendrían poca
importancia si no fuera verdad que también son de esa clase las otras semejanzas filosóficas que se
alegan; prueban demasiado o no prueban nada.
Que el Budismo apruebe la misericordia y la mortificación no quiere decir que sea especialmente
parecido al Cristianismo; sólo quiere decir que no es del todo distinto de la humanidad existente. El
Budismo en teoría desaprueba la crueldad y el exceso, porque todos los seres humanos normales en teoría
desaprueban la crueldad y el exceso. Pero es simplemente falso que el Budismo y el Cristianismo posean
la misma filosofía sobre esas dos cosas. Toda la humanidad está de acuerdo en que nos hallamos en una
red de pecado. Casi toda la humanidad está de acuerdo en que existe algún camino para salir de ella. Pero
no creo que en el Universo haya dos instituciones que se contradigan más plenamente que el Cristianismo
y el Budismo respecto a cuál es ese camino.
Hasta cuando pensé, como mucha gente bien informada aunque sin escuela especial, que el
Budismo y el Cristianismo eran parecidos, siempre hubo en ellos algo que me des-concertaba; me refiero
a las sorprendentes diferencias de sus artes religiosas. No quiero decir en el es-tilo técnico de sus
representaciones sino en lo que manifiestamente in-tentaban representar. No podían existir dos
idealizaciones más opuestas que un santo cristiano de una catedral gótica y un santo budista de un templo
chino. La oposición se evidencia en cada punto; pero tal vez la prueba más corta sea que el santo budista
siempre tiene los ojos cerrados mientras que el santo cristiano siempre los tiene bien abiertos. El cuerpo
del santo budista es fino y armonioso, pero la pesadez de sus ojos la sella el sueño. El cuerpo del santo
medioeval se ha consumido hasta los huesos, pero sus ojos son terriblemente vivos. No puede existir
ninguna real afinidad de espíritu entre fuerzas que producen símbolos tan distintos.
Concediendo que ambas imágenes sean extravagancias, corrupciones del credo puro, aún, debe
existir una divergencia real que provoque extravagancias tan opuestas. El budista, con peculiar intensidad
mira hacia dentro. El cristiano, tiene la mirada fija hacia afuera con una intensidad peculiar. Si seguimos
firmemente esta pista encontraremos algunas cosas interesantes.
La señora Bésant hace poco tiempo anunció en un interesante ensayo, que en el mundo sólo existía
una religión, que todos los credos son versiones o desfiguraciones de ella y que se hallaba dispuesta a
decir cuál era esa religión. Según la señora Bésant, esa iglesia universal simplemente es el «yo» universal.
Es la doctrina según la cual todos somos realmente una sola persona; que no hay un muro individual entre
hombre y hombre. Si puedo expresarlo así, la señora Bésant no nos dice que amemos a nuestros vecinos;
nos dice que seamos nuestros vecinos. Esta es la meditada y sugestiva descripción que la señora Bésant
nos hace de la religión según la cual todos los hombres deben hallarse en armonía. Y nunca en mi vida
había oído una sugerencia con la que me hallara en más violento desacuerdo. Quiero amar a mi vecino no
porque él sea yo sino precisamente porque él no es yo. Quiero amar al mundo no como se ama a un
espejo porque es uno mismo sino como se ama a una mujer porque es enteramente diferente. El amor es
posible si las almas están separadas. Si las almas están unidas el amor es evidente-mente imposible. En
vago puede decirse que un hombre se ama, pero difícilmente pueda enamorarse de sí mismo, y si se
enamora, sus festejos serán monótonos. Si el mundo está lleno de «yo», realmente podrían ser «yo»
desinteresados. Pero basándose en el principio de la señora Bésant, todo el cosmos es solamente una
enorme persona egoísta.
Es justamente aquí donde el Budismo está con el panteísmo moderno y con el inmanentismo. Y es
justamente aquí donde el Cristianismo está con la humanidad, con la libertad y con el amor. El amor desea
personalidad; por consiguiente el amor desea la división. El instinto del Cristianismo es alegrarse de
que Dios haya quebrado el universo en pequeños trozos, porque son trozos vivientes. Su instinto es decir
«que los niños se amen», más que decir a una persona grande que se ame a sí misma. Este es el abismo
existente entre el Budismo y el Cristianismo: para el budista o el teósofo, la personalidad es la caída del
hombre y para el Cristiano es el designio de Dios, todo el centro de su idea cósmica.
El alma-mundo de los teósofos pide que el hombre le ame para que pueda arrojarse en ella. Pero el
di-vino centro del Cristianismo actual-mente arrojó de sí al hombre para que el hombre pudiera amarle.
La deidad oriental es como un gigante que hubiera perdido una pierna o una mano y siempre estuviera
buscándola; pero el poder Cristiano es como un gigante que en un extraño gesto de generosidad se
hubiera cortado la mano derecha para que por su propio acuerdo pudiera estrechar manos con él.
Volvemos a la incansable observación respecto a la naturaleza del Cristianismo; todas las filosofías
modernas son cadenas que conectan y atan; el Cristianismo es una espada que separa y libera. Ninguna
otra filosofía se refiere al regocijo de Dios por la división del universo en almas vivientes. Pero según la
ortodoxia cristiana esa separación entre Dios y el hombre es sagrada porque es eterna. Para que el hombre
pueda amar a Dios es necesario que haya no solamente un Dios a quien amar sino también un hombre
para que le ame. Todas aquellas vagas mentes teósofas para quienes el universo es una inmensa vasija de
fundir, son precisamente las mentes que se cohíben por ese estruendoso dicho de nuestro Evangelio que
declaran que el Hijo de Dios no vino en son de paz sino esgrimiendo una cortante espada. El dicho parece
enteramente cierto hasta cuando se lo considera por lo que evidentemente dice; cualquier hombre que
predica el verdadero amor, está destinado a engendrar odios. Eso es verdad, tanto de la fraternidad
demócrata como del amor divino; el amor fingido concluye como un cumplido o en vulgar filosofía; pero
el verdadero amor siempre concluyó en derramamientos de sangre. No obstante, detrás del significado
obvio de esa declaración hay una verdad aún más terrible respecto a nuestro Señor. Según Él, el Hijo era
una espada separando al hermano del hermano, que por una eternidad debían de odiarse mutuamente.
Pero el Padre también era una espada que en los comienzos oscuros separó al hermano del hermano para
que al fin se amaran uno a otro. Este es el significado de la casi insana alegría en los ojos del santo del
cuadro medioeval. Este es el significado de los ojos cerrados de la altiva imagen Budista. El santo
cristiano se alegra porque fue dividido del mundo; está separado de las cosas y las observa con asombro.
Pero ¿por qué se asombraría de las cosas el santo Budista puesto que existe solamente una cosa y esa, por
ser impersonal, difícilmente puede despertar su asombro? Han escrito muchos poemas panteístas con
intentos de sugerir asombro, pero ninguno fue realmente logrado. El panteísta no se puede asombrar
porque no puede alabar a Dios ni a las cosas como en verdad distintas de sí mismo. Pero nuestro asunto
inmediato aquí se refiere al efecto de esa admiración Cristiana (que se exterioriza hacia una deidad
distinta del admirador) sobre la necesidad general de una actividad ética y de una reforma social. Y de
seguro sus efectos son suficientemente obvios. No hay posibilidad alguna de extraer del panteísmo ningún
impulso especial de acción moral. Porque la naturaleza del panteísmo implica que una cosa es tan buena
como otra. En cambio la naturaleza de la acción implica la existencia de una cosa decididamente
preferible a otra. Swinburne en la cumbre de su escepticismo vanamente intentó luchar contra esta
dificultad. En sus «Canciones antes del Amanecer», escrito bajo la inspiración de Garibaldi y la
revolución Italiana, proclamó la religión más nueva y el dios más puro que marchitaría a todos los
sacerdotes del mundo.
¿Qué haces tú ahora
mirando hacia Dios para llorar?
Yo soy yo, tú eres tú,
Yo soy bajo y tú grande,
Yo soy tú que tú buscas para encontrarle a él
y te encuentras a ti mismo, tú eres yo.
De esto, la evidente e inmediata deducción es que los tiranos son tan hijos de Dios como Garibaldi;
y que el Rey de Nápoles «habiéndose hallado» con todo éxito, es idéntico al bien ulterior de todas las
cosas. Lo cierto es que la energía oriental que destrona a los tiranos proviene de la teología occidental que
dice «Yo soy yo, tú eres tú». La misma separación que vio y derrocó a un buen rey en el Universo, vio y
derrocó a un mal rey en Nápoles. Los adoradores del Dios del Rey de Nápoles destronaron al Rey de
Nápoles. Los adoradores del Dios de Swinburne cubrieron Asia durante siglos y nunca destronaron a un
tirano. El santo Hindú, puede razonablemente cerrar los ojos porque está mirando a aquello que es yo y tú
y nosotros y ellos. Es una ocupación racional; pero no es cierto en la teoría ni es cierto en la práctica que
esa actitud ayude al Hindú a tener la vista puesta en Lord Curzon18. Esa vigilancia externa que ha sido
característica del Cristianismo (el mandato «vigilad y orad») se ha manifestado en la ortodoxia occidental
típica y en la típica política de occidente, pero en ambos casos depende de la idea de una deidad
trascendente, diferente de nosotros, una deidad que desaparece. Ciertamente los credos más sagaces
pueden sugerir que nos es posible buscar a Dios en los repliegues cada vez más profundos de nuestro
«ego». Pero nosotros, solamente nosotros de la cristiandad podemos decir que buscamos a Dios como a un
águila entre las montañas: y que hemos eliminado a todos los monstruos que cruzamos en nuestra cacería.
Aquí otra vez encontramos que si valoramos la democracia y la autorenovación de las energías
occidentales, tenemos más probabilidades de encontrarlas en la teología antigua que en la nueva. Si
queremos reforma hemos de adherirnos a la ortodoxia especialmente en esto (tan discutido por el señor R.
J. Campbell) de insistir sobre la existencia de una deidad trascendente o inmanente. Insistiendo en la
inmanencia de Dios llegamos a la introspección, al autoaislamiento, a la inercia, a la indiferencia social,
al Tíbet.
Insistiendo en la trascendencia de Dios, llegamos al asombro, a la curiosidad, a la aventura moral y
política, a la justa indignación, al Cristianismo. Insistiendo en que, Dios está dentro del hombre, el
hombre siempre estará dentro de sí mismo. Insistiendo en que Dios trasciende del hombre, el hombre
trasciende de sí.
Si tomamos cualquier otra doctrina, que han llamado anticuada encontraremos el mismo caso. Es el
mismo, por ejemplo, en el profundo asunto de la Trinidad. Los Unitarios (una secta que nunca debe
mencionarse sin especial respeto por su distinguida dignidad intelectual) con frecuencia son reformadores
merced a ese accidente que conduce a tal actitud a muchas sectas pequeñas. Pero no hay nada de liberal ni
pariente de la reforma en la sustitución de la Trinidad por un panteísmo puro. El complejo Dios del Credo
Atanasiano podrá ser un enigma para la inteligencia; pero es mucho más probable que ese Dios se pliegue
más al solitario Dios de Omar y Mahoma, que al misterio y a la crueldad del Sultán. El Dios que es una
mera y triste unidad, no es un rey solamente sino un rey oriental. El corazón de la humanidad,
especialmente el de la humanidad europea, se satisface mejor con las extrañas insinuaciones y símbolos
que se juntan en torno a la idea de la Trinidad, con la imagen de un concilio en el cual apela tanto la
misericordia como la justicia, con la concepción de una especie de libertad y variedad existentes en los
más recónditos aposentos del mundo. Porque la religión de occidente, siempre sintió con intensidad la
idea de que «no es bueno que el hombre esté solo». El instinto social se confirmó en todo, como cuando la
idea oriental del ermitaño fue reemplazada por la idea occidental del monje. Así, hasta el ascetismo se
volvió fraterno; y los Trapenses eran sociables aun cuando guardaban silencio. Si este amor a una
complejidad viviente es nuestra prueba, ciertamente es más saludable tener una religión Trinitaria que una
Unitaria. Porque para nosotros Trinitarios (si puedo decirlo así con reverencia) Dios en Sí mismo es una
sociedad.
Por cierto ese es un insondable misterio de la Teología y aunque yo fuera suficientemente teólogo
para tratarlo directamente, no tendría ninguna utilidad si lo hiciera aquí. Basta decir que este triple enigma
es tan reconfortante como el vino y tan amplio como el hogar de las chimeneas inglesas; esto que
desconcierta al entendimiento sosiega completamente al corazón: pero salidos del desierto, de los lugares
áridos y los soles tristes vienen los crueles hijos del Dios solitario; los verdaderos Unitarios, cimitarra en
mano, conducen el mundo a la perdición. Porque no es bueno que Dios esté solo.
Otra vez, lo mismo es verdad de aquél difícil asunto del peligro del alma, asunto que ha perturbado
a tantas mentes justas. Esperar, es imperativo para todas las almas; y es muy defendible que su salvación
sea inevitable. Es defendible pero no especialmente favorable a la actividad o al progreso. Nuestra
sociedad creadora y luchadora más bien debería insistir en el peligro que corren todos, en el hecho de que
cada hombre está pendiendo de un hilo o colgando sobre el precipicio. Es una observación comprensible
decir que de cualquier modo todo andará bien: pero no se puede decir que eso sea el llamado de una
trompeta. Europa debería ser enfática más bien en la posibilidad de perderse; y Europa siempre ha sido
enfática en ese sentido. Sobre este punto su religión más grande está a una con sus romanticismos baratos.
Para el budista o el fatalista oriental, la existencia es una ciencia o un plan que debe concluir de
determinado modo. Mas para el cristiano, la existencia es una historia que puede concluir de cualquier
manera. En una novela apasionante (ese producto puramente cristiano) el héroe no es devorado por los
caníbales; pero es esencial para el interés de la trama, que el héroe «hubiera podido» ser devorado por los,
caníbales. El héroe (por decirlo así), debe ser un héroe devorable. Así, la moral cristiana siempre dijo al
hombre, no que perdería su alma sino que debía tener cuidado de no perderla. Abreviando, por la moral
cristiana está mal decirle a un hombre «condenado»; pero es estrictamente religioso y filosófico decirle
«condenable».
Todo el Cristianismo se concentra en el hombre que se halla al cruce de caminos. Las vastas y
triviales filosofías, las colosales síntesis del engaño, todas hablan de las épocas y de la evolución y del
ulterior acontecimiento. La verdadera filosofía se ocupa de un instante. ¿Un hombre tomará este camino o
aquél?, eso es lo único en que hay que pensar, si les gusta pensar en algo. Es bastante fácil pensar en
eternidades, cualquiera puede pensar en ellas. El instante es en verdad terrible: y porque nuestra religión
ha sentido intensamente «el instante», en su literatura se ocupa mucho de combates y en su teología se
ocupa mucho del infierno. Está llena de peligro, como el libro de un niño: se halla siempre en una crisis
inmortal. Hay gran cantidad de semejanzas entre la ficción popular y la religión de los occidentales. Si
usted dice que la ficción popular es vulgar y vistosa, está diciendo lo mismo que dicen los temibles bien
informados de las imágenes de las iglesias católicas. La vida (según la fe) es muy semejante a las historias
en serie de las revistas: la vida concluye con la promesa (o la amenaza) «continuará en el próximo».
También, con noble vulgaridad la vida imita al cuento y se interrumpe en el momento más apasionante.
Porque es definitivamente interesante el momento de la muerte.
Pero la cuestión es que el interés de una historia, consiste en que posee un elemento de voluntad, de
lo que la teología llama libre albedrío. No es posible concluir una suma como nos da la gana. Cuando
alguien descubrió el Cálculo Diferencial, sólo podía descubrir un Cálculo Diferencial. Pero cuando
Shakespeare hizo morir a Romeo, lo mismo pudo haberle casado con la vieja aya de Julieta, si se hubiera
sentido inclinado a hacerlo. Y la Cristiandad se ha destacado en las novelas narrativas precisamente
porque ha insistido en la teológica libertad de albedrío. Ese es un vasto asunto y demasiado al costado de
éste para tratarlo aquí adecuadamente; pero es la verdadera objeción a ese torrente de conversaciones
modernas que hablan del crimen como de una enfermedad, que hablan de hacer las prisiones un simple
ambiente higiénico como el de un hospital y de curar el pecado con lentos procedimientos científicos. La
falacidad de todo consiste en que el mal es una cuestión de elección activa, en tanto que la enfermedad no
lo es. Si usted dice que va a curar a un disoluto como cura a un asmático, mi réplica evidente será
«Muéstreme las personas que han querido ser asmáticas, como otras quisieron ser disolutas». Un hombre,
quedándose quieto puede curar de una enfermedad. Pero no debe quedarse quieto si quiere curarse de un
pecado; al contrario, debe levantarse, saltar violentamente. Todo esto está, claramente expresado en la
palabra que empleamos para designar al hombre recluido en un hospital. «Paciente», es una forma pasiva;
«pecador», es una forma activa. Si se ha de salvar de influenza, el hombre puede ser un paciente. Pero si
se ha de salvar de falsificar, el hombre no debe ser un paciente, sino un impaciente. Personalmente debe
impacientarse con la falsificación. Toda reforma moral debe comenzar en una voluntad activa y no en una
voluntad pasiva.
Aquí otra vez llegamos a la misma conclusión sustancial. Mientras deseamos la reconstrucción
definitiva y las arriesgadas revoluciones que han caracterizado a la civilización Europea, no descartemos
el pensamiento de una posible catástrofe; más bien estimularemos dicho pensamiento. Si como los santos
orientales sólo deseamos contemplar lo bien que andan las cosas, por supuesto nos limitaremos sólo a
decir que seguirán bien. Pero si particularmente deseamos «hacer» que vayan bien, hemos de repetirnos
que podrían ir mal.
Finalmente, esta verdad también es verdad en el caso de los vulgares intentos modernos de
disminuir o suprimir la divinidad de Cristo. La cosa puede ser cierta y puede no serlo; de eso me ocuparé
antes de terminar. Pero si la divinidad es verdadera, es terriblemente revolucionaria. Todos sabemos ya
que un buen hombre podría llegar a tener la espalda contra la pared, pero que Dios pueda estar acorralado,
es una jactancia de los insurgentes. El Cristianismo es la única religión de la tierra que ha sentido que la
omnipotencia hacía completo a Dios. Solamente el Cristianismo sintió en que Dios, para ser
completamente Dios, debió ser tanto un rebelde como un rey. Único entre todos los Credos, el
Cristianismo agregó la valentía a las demás virtudes del Creador. Porque la única valentía que merece
llamarse valentía, es la que significa que el alma ha pasado un punto de quebranto sin quebrantarse.
Aquí me acerco a un asunto más terrible y obscuro que fácil de discutir; y anticipadamente pido
disculpa por si cualquiera de mis frases cae mal o aparenta irreverencia hacia una materia que los más
grandes santos y pensadores, justamente temieron abordar. En ese terrible relato de la Pasión, hay una
nítida y emotiva sugerencia de que el autor de todas las cosas (en cierta manera inconcebible) pasó no
sólo por la agonía sino también por la incertidumbre. Está escrito «No tentarás al Señor, tu Dios». No;
pero el Señor tu Dios, puede tentarse a sí mismo; y parece que eso fue lo que sucedió en Getsemaní: En
un jardín, Satanás tentó al hombre; y en un jardín Dios tentó a Dios. En cierto modo sobrehumano, pasó
por el humano horror del pesimismo. Cuando tembló la tierra, y el sol se ocultó en el cielo, no fue por la
crucifixión, sino por el grito que partía de la cruz: el grito que confesaba que Dios había abandonado a
Dios. Y ahora dejemos que los revolucionarios elijan un credo de entre todos los credos, un dios de entre
todos los dioses del mundo, luego de haber comparado minuciosamente a todos los dioses de asistencia
segura y de invariable poder. No encontrarán otro Dios que se haya rebelado. Y aún más (aunque el
asunto se hace demasiado difícil para la expresión humana), dejemos que los ateos elijan un Dios.
Encontrarán sólo una divinidad que haya traducido su desamparo; solamente una religión en la cual, por
un instante, Dios pareció ser ateo.
Estas podrían llamarse las esencias de la vieja ortodoxia, cuyo mérito principal es ser fuente natural
de la revolución y de la reforma, y cuyo principal defecto es ser evidentemente sólo una aserción
abstracta. Su mayor ventaja es ser la más viril y aventurera de todas las teologías. Su mayor desventaja
simplemente es ser una teología. Contra ella siempre se puede argüir que en su Naturaleza es arbitraria y
está en el aire. Pero no tan alta en el aire que grandes arqueros no se hayan pasado todas sus vidas
arrojándole `flechas, sí, y sus últimas flechas; hay hombres que se destrozarían y destrozarían la
civilización, con tal de destrozar esa antigua y fantástica leyenda. Ese es el último y más pasmoso hecho
de nuestra fe; que sus enemigos emplearan cualquier arma contra ella, las espadas que cortan sus propios
dedos y los tizones que incendian sus propias casas. Los hombres que empiezan luchando contra la Iglesia
en pro de la libertad y de la humanidad, acaban desechando a la humanidad y a la libertad para mejor
luchar contra la Iglesia. Esto no es exageración; podría llenar un libro con ejemplos. El señor Blatchford
se dedicó como vulgar destructor de la Biblia, a demostrar que Adán era inocente de culpa contra Dios, y
maniobrando para sostener esa idea, como simple consecuencia paralela, admitió que todos los tiranos,
desde Nerón hasta el Rey Leopoldo, eran inocentes de culpa contra la humanidad. Conozco un hombre
que tiene tal pasión por demostrar que después de la muerte no tendrá existencia personal, que cae en una
posición en que no tiene existencia personal ahora. Invoca al Budismo y dice que todas las almas se
fundirán una en otra; para probar que no puede ir al cielo, prueba que no puede ir a Hartlepool. He
conocido personas que protestaban contra la educación religiosa con argumentos contrarios a cualquier
educación, diciendo que la mente del niño debe desarrollarse libremente o que los mayores no deben
enseñar a los jóvenes. He conocido personas que demostraban que no podría haber juicio divino,
demostrando que no podía haber juicio humano ni para finalidades prácticas. Quemaban su propio grano
para incendiar la iglesia; para destruirla, destruían sus propias herramientas; cualquier palo era bastante
bueno para golpearla, aunque ese palo fuera el último despojo de sus desmembrados mobiliarios. No
admiramos, apenas disculpamos al fanático que destruye este mundo por amor al otro. Pero ¿qué diremos
del fanático que destroza a este mundo a fuerza de odiar al otro? Sacrifica toda la existencia de la
humanidad por la no existencia de Dios. Sus víctimas no son para el altar sino meramente para proclamar
la inutilidad de altar y la vaciedad del trono. Está dispuesto hasta destruir la ética elemental por la cual
viven todas las cosas, para realizar su extraña y eterna venganza sobre alguien que nunca ha existido.
Sin embargo, todo queda colgando de los cielos ilesos. Sus adversarios solamente logran destruir
aquello que justamente les es querido. No destruyen la ortodoxia; sólo destruyen el coraje político y el
sentido común. No prueban que Adán no era responsable ante Dios, ¿cómo podrían probarlo? Sólo
prueban (según sus premisas) que el Zar, no es responsable ante Rusia. No prueban que Adán no debió
ser castigado por Dios; sólo prueban que el explotador más próximo no debe ser castigado por los
hombres que explota. Con sus orientales dudas respecto a la personalidad, no aseguran que no tendremos
vida personal en el más allá; solamente aseguran que la que tendremos aquí no será ni muy alegre ni muy
completa. Con sus paralizantes insinuaciones de que todas las conclusiones saldrán mal, no rasgan el libro
del Ángel del Archivo; solamente hacen un poco más ‘difícil la tarea de llevar los libros de Marshall y
Snelgrove. La fe no sólo es la madre de todas las energías del mundo, sino que también sus propios
enemigos son los padres de toda la confusión del mundo. Los del siglo no han destruído las cosas
seculares, si es que saberlo les puede proporcionar alguna satisfacción.
Los Titanes no escalaron los cielos, pero estropearon al mundo.