Ortodoxia. Capítulo IX

IX. LA AUTORIDAD Y EL AVENTURERO

El último capítulo trató de la demostración de que la ortodoxia no es solamente (como se ha dicho
con frecuencia) el único guardián seguro de la moralidad o del orden, de la innovación o del adelanto. Si
deseamos abatir a los prósperos opresores, no podemos hacerlo con la nueva doctrina del
perfeccionamiento humano; podemos hacerlo con la vieja doctrina del pecado original. Si queremos
desarraigar crueldades inherentes o reelevar poblaciones perdidas, no podemos hacerlo con la teoría
científica de que la materia precede a la mente; podemos hacerlo con la teoría sobrenatural de que la
mente precede a la materia. Si especialmente deseamos despertar a la gente a la vigilancia social y al
incansable perseguimiento de la práctica, no podemos cooperar mucho insistiendo en el Dios Inmanen te
o en la Luz: porque a lo más estos son motivos de complacencia; podemos colaborar mucho insistiendo en
el Dios trascendente y en el resplandor volante y escurridizo. Porque estos significan divino descontento.
Si particularmente deseamos sostener la idea de un equilibrio generoso contra aquélla de una terrible
autocracia, instintivamente seremos Trinitarios y no Unitarios. Si deseamos que la civilización Europea
sea una invasión y un rescate, insistiremos en que las almas están en un verdadero peligro; en vez de
insistir en que su peligro es ulteriormente imaginario. Y si queremos exaltar al paria y al crucificado,
preferimos pensar que un verdadero Dios fue crucificado y no que lo haya sido un héroe o un sabio. Sobre
todo si deseamos proteger al pobre, estaremos a favor de las reglas establecidas y de los dogmas claros.
Las reglas de un club ocasionalmente están a favor del socio pobre. El grueso del club siempre está a
favor del rico.
Y aquí llegamos a la cuestión crucial que sinceramente concluye el tema. Un agnóstico razonable,
si es que hasta aquí estuvo de acuerdo conmigo, justamente puede darse vuelta y decir: «Usted ha hallado
una filosofía práctica en la doctrina de la Caída». Muy bien; usted ha hallado un aspecto de la democracia,
hoy peligrosamente descuidado; sensatamente afirmado en el Pecado Original; muy bien. Ha encontrado
una verdad en la doctrina del infierno; lo felicito. Está convencido de que los adoradores de un Dios
personal, miran al exterior y son progresistas; los felicito. Pero aun suponiendo que aquellas doctrinas
encierren aquellas verdades ¿por qué no puede tomar las verdades y dejar las doctrinas? Concedido que
toda la sociedad moderna está confiando demasiado en el rico porque lo piensa libre de debilidades
humanas; concedido que las épocas ortodoxas tienen grandes ventajas porque (creyendo en la Caída)
aceptan las debilidades humanas, ¿por qué no puede simplemente aceptar las debilidades sin creer en la
Caída? Si usted ha descubierto que la idea de la condenación representa una saludable idea de peligro
¿por qué no puede tomar simplemente la idea de la condenación? Si usted ve claramente la almendra del
sentido común en la cáscara del Cristianismo ¿por qué simplemente no tomar la pepita y dejar la cáscara?
¿Por qué no puede (para emplear la jerigonza periodista que yo de la escuela agnóstica, me avergüenzo un
poco de usar), por qué no puede simplemente tomar lo que es bueno del Cristianismo, lo que usted puede
calificar de apreciable lo que puede comprender y dejar todo lo demás, todos los dogmas absolutos que en
su naturaleza son incomprensibles?
Esta es la verdadera pregunta; ésta es la última pregunta; y es un placer tratar de contestarla.
La primera respuesta es sencillamente decir que soy un racionalista. Me gusta tener alguna
justificación intelectual para mis intuiciones. Si estoy tratando al hombre como a un ser caído, para mí es
una conveniencia intelectual creer que cayó; y por alguna curiosa razón psicológica encuentro que puedo
ocuparme mejor del’ ejercicio del libre albedrío del hombre, si creo que lo posee. Pero en este asunto soy
aún más definidamente racionalista. Mi propósito no es convertir este libro en una corriente apologética
cristiana; me gustaría encontrarme con los enemigos del Cristianismo en aquellas más adecuadas arenas.
Aquí sólo estoy dando cuenta de mi propio crecimiento en la certeza espiritual. Mas puedo hacer una
pausa para observar que cuanto más vi de los argumentos meramente abstractos contra las cosmología
cristiana, menos bien pensé de ellos. Quiero decir que habiendo hallado que la atmósfera moral de la
Encarnación era sentido común, miré a los argumentos intelectuales establecidos contra la Encarnación y
los hallé común sin sentido. Por si acaso los argumentos pudieran sufrir por los hechos. El seglar no es
reprochable porque sus objeciones contra el Cristianismo sean miscelánicas y pequeñas; precisamente
esos pequeños pedacitos son los que convencen a la mente. Quiero decir que un hombre puede
convencerse de su filosofía mucho menos con cuatro libros que con un libro, una batalla, un paisaje y un
viejo amigo. El hecho de que las cosas sean de distinta especie precisamente aumenta la importancia del
hecho que todas señalen una misma conclusión. .Hoy el anti-Cristianismo del hombre medianamente
educado, para hacerle justicia, casi siempre proviene de esas experiencias sueltas pelo vivientes. Sólo
puedo decir que mis experiencias en pro del Cristianismo son de la misma vívida pero variada especie que
las de aquél que las tiene en contra del Cristianismo. Porque cuando observo esas varias verdades anti-
Cristianas, simplemente descubro que ninguna es verdadera. Descubro que la verdadera marea y fuerza de
los hechos fluye hacia el otro lado. Tomemos casos. Muchos hombres modernos sensatos, deben haber
abandonado el Cristianismo bajo la presión de tres convicciones convergentes tales como estas: primera,
que los hombres, con su figura, su estructura y su sexualidad, son muy semejantes a las bestias; mera
variedad del reino animal; segunda, que la religión primitiva nació de la ignorancia y del temor; tercera,
que los sacerdotes han entenebrecido a las sociedades con la amargura y la melancolía. Esos tres
argumentos anticristianos son muy diferentes; pero todos son muy lógicos y legítimos; y todos convergen.
La única objeción que se les puede hacer es que (descubrí) no son verdad. Si usted deja de leer libros
sobre bestias y empieza a mirar a los hombres y a las bestias (si usted tiene algún humorismo o
imaginación, algún sentido de lo frenético, o de la farsa) observará que lo sorprendente no es lo semejante
del hombre y la bestia sino lo diferente que son. La monstruosa escala de su divergencia requiere una
explicación.
El hombre y el bruto, en un sentido, son semejantes; es una verdad indudable; pero la sorpresa y el
enigma es que siendo tan semejantes puedan ser tan locamente distintos. Que un mono tenga manos, para
el filósofo es mucho menos interesante que el hecho de que teniendo manos no hace con ellas
aproximadamente nada; no juega con los nudillos ni toca el violín; no esculpe mármol ni trincha corderos.
La gente habla de arquitectura barbárica y de arte corrompido. Pero los elefantes no pueden edificar
templos de marfil ni en estilo rococó; los camellos no pintan ni malos cuadros, a pesar de que están
provistos de material para muchos pinceles de pelo de camello. Ciertos soñadores modernos dicen que las
hormigas y las abejas tienen una sociedad superior a la nuestra. Por cierto tienen una civilización; pero
esa verdad misma sólo nos recuerda que es una civilización inferior. ¿Quién encontró jamás un
hormiguero decorado con estatuas de hormigas famosas? ¿Quién ha visto un panal con las imágenes
esculpidas de bellas reinas del pasado? No; el abismo entre el hombre y otras criaturas podrá tener una
explicación natural; pero es un abismo. Hablamos de animales salvajes; pero el único animal salvaje es el
hombre. El hombre es el que se ha evadido. Todos los otros animales son animales mansos, continuando
la tosca respetabilidad de la tribu o del tipo. Todos los otros animales son animales domésticos; sólo el
hombre sigue siempre indomable, tanto si es un perdido como si es un monje. Así; esta primera razón
superficial del materialismo si es algo, será contradictoria; donde concluye la biología es exactamente
donde comienza toda la religión.
Y lo mismo sería si examinara el segundo o el tercero de los argumentes racionalistas; el argumento
que dice que todo lo que llamamos divino comienza en la oscuridad y en el terror. Cuando intenté
examinar los fundamentos de esta idea moderna, encontré simplemente que no los había. La ciencia no
sabe nada del hombre prehistórico; por la excelente razón de que es prehistórico. Unos pocos profesores
optaron por conjeturar que cosas tales como los sacrificios humanos una vez fueron inocentes y comunes;
mas de ello no existe evidencia directa y la pequeña cantidad de evidencia indirecta que existe es muy
hacia el otro lado. En las leyendas más antiguas que poseemos, tales como la de Isaac e Efigenia, el
sacrificio humano no es presentado como algo antiguo y generalizado sino más bien como algo reciente;
como una extraña y aterrante excepción sombríamente ordenada por los dioses. La historia no dice nada;
y todas las leyendas dicen que en los primeros tiempos la tierra era más buena. No hay tradición del
progreso; pero toda la especie humana tiene una tradición de la Caída. Bastante ameno resulta que la
misma diseminación de esta idea, es usada contra su propia autenticidad. Hombres instruidos literalmente
dicen que esta calamidad prehistórica no puede ser cierta porque cada raza de la especie humana la
recuerda. No soy capaz de marchar al paso de estas paradojas.
Y si tomamos el tercer ejemplo será lo mismo; la teoría de que los sacerdotes oscurecen y amargan
al mundo. Miro al mundo y sencillamente descubro que no lo hacen. Aquellos países de Europa en los
cuales todavía existe la influencia de los sacerdotes, son precisamente los países que todavía cantan y
bailan al aire libre con arte y coloridas vestimentas. La doctrina y la disciplina Católica puede que sean
murallas; pero son las murallas que cercan un campo de juegos. El Cristianismo es el único sistema que
ha preservado al placer del Paganismo. Podríamos imaginar algunos niños jugando en la llana cima
herbosa de una elevada isla en el mar. Mientras hubo un muro en torno. a los bordes de la colina pudieron
brincar en cualquier juego frenético y convertir la cima en la más ruidosa de las «nurseries». Pero los
muros fueron abatidos y quedó al desnudo el peligro del precipicio. No cayeron en él los niños; pero
cuando volvieron sus amigos los hallaron confundidos de terror en el centro de la isla; y sus cantos habían
cesado.
Así, estos hechos de la experiencia, hechos tales que pueden producir un agnóstico, se invierten
completamente desde este punto de vista. Y sigo diciendo. «Denme una explicación, primero de la
tremenda excentricidad del hombre entre los brutos; segundo, de la amplia tradición humana de una
antigua felicidad; tercero, de la perpetuación de tal alegría pagana en los países de la Iglesia Católica.»
De todos modos, una explicación abarcaría las tres: la teoría de que el orden natural fue dos veces
interrumpido por una explosión o revelación, tal como la que la gente llama «psiquis». Una vez, el Cielo
vino a la tierra en forma de un poder o sello llamado «imagen de Dios», por el cual el hombre tomó el
mando de la Naturaleza; y otra vez (cuando los hombres de todos los imperios lo estaban ansiando) el
Cielo vino a la tierra en la terrible figura de un hombre, para salvar a la humanidad. Esto explicaría por
qué el grueso de los hombres siempre mira hacia atrás; y por qué el único rincón donde los hombres
miran hacia adelante es el pequeño continente en el cual Cristo tiene su Iglesia. Sé que me dirán que
Tapón se ha hecho progresivo. Pero ¿cómo podría ser esa una respuesta si decir que «Japón se ha hecho
progresivo» quiere decir en realidad que «Japón se ha Europeizado»? Pero aquí no deseo tanto insistir en
mi observación primera. Estoy de acuerdo con el común incrédulo de la calle, en ser guiado por tres o
cuatro hechos extraños que indican todos una cosa; sólo que, cuando vine a considerar esos hechos,
encontré que indicaban otra cosa.
He dado un trío imaginado de argumentas contra el Cristianismo; y si aún son una base estrecha en
la premura del momento daré otro. Esta es la clase de argumentos que combinados crean la impresión de
que el Cristianismo es algo débil y enfermizo. Primero, por ejemplo, que Jesús era una criatura dulce, tipo
oveja, antimundana; una mera e ineficaz apelación al mundo; segundo, que el Cristianismo surgió y
floreció en las tenebrosas épocas de la ignorancia y que la Iglesia nos volvería a ellas; tercero, que las
personas que todavía son profundamente religiosas o (si lo quieren así) supersticiosas, personas como los
Irlandeses, son débiles, poco prácticas y atrasadas respecto a la época. Menciono estas ideas solamente
para afirmar lo mismo que antes: que cuando las consideré ‘independientemente hallé, no que las
conclusiones eran antifilosóficas, sino simplemente que los hechos no eran hechos. En vez de mirar libros
y cuadros sobre el Nuevo Testamento, miré al Nuevo Testamento. Allí, no encontré el comentario ni
remotamente de una persona con cabellos partidos al medio o las manos unidas en actitud de súplica, sino
de un ser extraordinario con labios de trueno y recias decisiones, derribando mesas, arrojando demonios y
pasando con la discreción del viento, de la soledad de la montaña al ejercicio de una terrible demagogia;
de un ser que frecuentemente obró como un Dios airado y siempre como un Dios. Cristo tuvo hasta un
estilo literario propio, que creo imposible hallar en otra parte; consiste en un casi furioso empleo del A
fortiori. Sus «cuanto más» se apilan como un castillo sobre otro entre las nubes. El estilo que se usa con
Cristo ha sido quizá sabiamente dulce y sumiso. El estilo usado por Cristo es curiosamente gigantesco;
está lleno de camellos pasando por ojos de agujas y de montañas arrojadas al mar. Moralmente es
igualmente terrorífico; se llamó a sí mismo, espada de exterminación y dijo a los hombres que adquirieran
espadas aunque para ello debieran vender sus túnicas. Y el empleo de términos aún más salvajes en pro de
la pasividad, aumenta el misterio; y también aumenta la violencia.
No podemos explicarnos ese ser ni aún llamándole insano; porque la insania generalmente sigue un
curso coherente. El maniático por lo general es un monomaníaco.
Aquí debemos recordar la difícil definición que ya se dio del Cristianismo; el Cristianismo es una
paradoja sobrehumana en la cual dos pasiones opuestas pueden arder una junto a otra. En el lenguaje del
Evangelio, la explicación que lo explica sería decir que es la vigilancia de alguien que desde una altura
sobrenatural contempla una síntesis muy sorprendente.
En orden sigo al próximo ejemplo ofrecido: la idea de que el Cristianismo pertenece a las épocas
oscuras. Aquí no me satisfice leyendo generalizaciones modernas; leí una pequeña historia. Y en la
historia hallé que el Cristianismo lejos de pertenecer a las épocas oscuras, era el único sendero que
cruzaba las épocas oscuras sin él ser oscuro.
Era un puente resplandeciente uniendo dos resplandecientes civilizaciones. Si alguno dice que la fe
surgió en la ignorancia y el salvajismo,, la respuesta sería simple: no hay tal. Surgió en la civilización
Mediterránea en pleno estío del Imperio Romano. El mundo era un hervidero de escépticos y el panteísmo
más evidente que el sol, cuando Constantino clavó la cruz en el mástil. Es perfectamente cierto que luego
se hundió el barco; pero aún es más extraordinario el hecho de que el barco saliera a flote otra vez. Esa es
la obra extraordinaria de la Religión: convirtió al barco zozobrante en submarino. El arca vivió bajo la
carga de las aguas; después de ser sepultados bajo los escombros de las dinastías y de los clanes, surgimos
nuevamente y somos un recuerdo de Roma. Si nuestra fe hubiera sido una mera fruslería del imperio
decadente, en el crepúsculo la fruslería habría continuado a la fruslería y si la civilización resurgía alguna
vez (muchas no resurgieron nunca) habría sido bajo alguna nueva bandera barbárica. Pero la Iglesia
Cristiana fue la vida final de la sociedad antigua y también los principios de la vida de la sociedad nueva.
Tomó a las gentes que estaban olvidando cómo construir el arca y les enseñó a inventar el arca Gótica. En
una palabra, lo más absurdo que podría decirse de la Iglesia es lo que hemos oído decir de ella. ¿Cómo
podemos decir que la Iglesia desea volvernos a las épocas oscuras? La Iglesia fue lo único que una vez
logró sacarnos de ellas.
Agregué a este segundo trío de objeciones un ejemplo ocioso sugerido por aquéllos que sienten que
personas como los irlandeses, están debilitados y estacionados por las supersticiones. Lo agregué
solamente porque este es un caso peculiar de testimonio de un hecho, que resulta ser declaración de una
falsedad. Constantemente se dice que los irlandeses no son prácticos. Pero si por un momento nos
contenemos para no considerar lo que se dice de ellos y miramos lo que hacen, veremos que los irlandeses
no sólo son prácticos sino también penosamente exitosos. La pobreza de su país, la minoría de sus
sujetos, son simplemente condiciones bajo las cuales se les pide que trabajen; pero ningún otro grupo del
Imperio Británico ha hecho tanto como ellos en condiciones tan desfavorables. Los Nacionalistas fueron
la única minoría que logró jamás, desviar ingeniosamente de su senda, a todo el Parlamento Británico. En
estas islas, los labriegos irlandeses son los únicos pobres hombres que han forzado a sus patrones a
agachar la cabeza.
Estas gentes a quienes llamamos cabalgaduras del clero, son los únicos británicos que no serán
cabalgaduras de los caballeros. Y cuando vine a considerar el actual carácter irlandés, el caso era el
mismo. Los irlandeses son campeones en las profesiones más arduas, el comercio del hierro, el abogado,
el soldado. En todos los casos, por consiguiente, vuelvo a la misma conclusión; el escéptico hacía bien en
guiarse por los hechos, sólo que no había observado los hechos. El escéptico es demasiado crédulo; cree
en los diarios y hasta en las enciclopedias. Otra vez los tres asuntos me dejaron tres interrogantes
antagónicos. El escéptico intermedio quería saber cómo explicaba la observación del Evangelio, la
conexión del credo con la oscuridad medioeval y la impracticabilidad de la política del Cristiano Celta.
Pero yo quise preguntar y preguntar con un ardor rayando en la urgencia, «¿qué es esta incomparable
energía que se manifiesta primero en alguien que camina por la tierra como un juicio viviente, y esta
energía que puede morir con una civilización agonizante y sin embargo puede forzarla a resucitar de la
muerte; esta energía que pese a todo, puede inflamar la derrota del labriego con una fe tan firme en la
justicia, que llega obtener lo que pide en tanto que otros se alejan vacíos; en forma de que la isla más sin
recurso del Imperio, actualmente puede prestarle ayuda?.
Hay una respuesta: es una respuesta para decir que esa energía es en verdad ajena al mundo; que es
psíquica o por lo menos uno de los resultados de un verdadero tumulto psíquico. La mayor gratitud y
respeto son debidos a las grandes civilizaciones humanas, tales como la antigua civilización Egipcia y la
China existente. Sin embargo, no es cometer una injusticia con ellas decir que solamente la Europa
moderna ha exhibido incesantemente una facultad de autorrenovación, ocurrida frecuentemente con los
más breves intervalos, y que desciende hasta los más pequeños detalles de la edificación o de la
indumentaria. Todas las otras sociedades mueren finalmente con dignidad. Morimos cada día. Siempre
estamos naciendo otra vez, con una casi indecente obstetricia. Apenas es exageración decir que en la
cristiandad histórica hay una especie de vida innatural: podría explicarse como una vida sobrenatural.
Podría explicarse como una terrible vida galvánica obrando en lo que pudo haber sido un cadáver. Porque
nuestra civilización hubo de haber muerto, según todas las comparaciones y según todas las
probabilidades sociológicas, en el despedazamiento del fin de Roma. Esta es la extraña inspiración de
nuestro rango: usted y yo, no tendríamos por qué estar aquí. Todos somos fantasmas; todos los cristianos
vivos, son paganos muertos que caminan. Precisamente cuando Europa estaba a punto de seguir la suerte
de Asiria y Babilonia, algo penetró en su cuerpo. Y Europa ha tenido una vida extraña y no sería mucho
decir que desde entonces ha tenido sobresaltos.
He, tratado largamente las dudas típicas que se combinan en tríos, a fin de llegar al principal asunto
de mi caso personal en pro del Cristianismo, que es racional; pero no es simple. Es una acumulación de
hechos variados con los del agnóstico ordinario. Pero el agnóstico ordinario ha reunido hechos falsos. Es
incrédulo por una multitud de razones; pero sus razones no son verdaderas. Duda porque la Edad Media
era barbárica, pero no lo era; porque el Darwinismo está demostrado, pero no lo está; porqué los milagros
no ocurren, pero ocurren; porque los monjes son perezosos, pero son laboriosos; porque las monjas son
desgraciadas, pero sonsos!» Con toda razón podrían replicarnos (en estruendoso coro): «¡Cómo centellas
podríamos descubrir, sin estar furiosos, si es cierto que la gente enfurecida ve rojo!» Así, con razón los
santos y los ascetas podrían replicar: «Supóngase que el asunto es si los creyentes pueden tener visiones,
entonces si usted se interesa en las visiones no hay objeto en objetar a los creyentes». Todavía se está
argumentando en círculo, en aquél loco círculo con el cual comenzó este libro.
La cuestión de que ocurrieron los milagros, es una cuestión de sentido común y de vulgar
imaginación histórica. Seguramente aquí es posible descartar aquél tan insensato exponente de pedantería
que habla de una necesidad de «condiciones científicas» en conexión con los fenómenos espirituales
alegados. Si preguntamos si un muerto puede comunicarse con un vivo, es ridículo insistir en que debe
hallarse en condiciones por las cuales dos almas vivientes y en sus cabales seriamente no se comunicarían
entre sí. El hecho de que los espíritus prefieran la oscuridad no refuta la existencia de los espíritus, como
el hecho de que los enamorados prefieran la oscuridad, no refuta la existencia del amor. Si usted opta por
decir: «Creeré que la Señorita Brown le dijo a su novio «caracolito» o cualquier otro término cariñoso, si
repite la palabra ante diecisiete psicólogos»; entonces yo replicaría: «Muy bien; entonces nunca sabrá la
verdad porque ella ciertamente no querrá repetirla en esas condiciones». Es tan poco científico como es
poco filosófico sorprenderse de que ciertas simpatías extraordinarias no surjan en un ambiente antipático.
Es como si dijera que, no puedo decir si había niebla porque no había bastante claridad en la atmósfera; o
si insistiera en tener una luz solar perfecta para poder ver mejor un eclipse de sol.
Como conclusión sensata, tal como aquéllas a que llegamos referentes al sexo y a la media noche
(comprendiendo que por su naturaleza muchos detalles deben omitirse) resolví que ocurren milagros.
Estuve obligado a hacerlo por una conspiración de los hechos; el hecho de que Ios hombres que se
encuentran con ángeles o con elfos no son los místicos o mórbidos soñadores sino los pescadores, los
chacareros y todos los hombres que a la vez son rústicos y desconfiados; el hecho de que todos
conocemos hombres que no son espiritualistas y atestiguan incidentes espirituales; el hecho de que la
ciencia cada día los acepta más y más. La ciencia aceptará la Ascención si se la llama Levitación y` muy
probablemente aceptará la Resurrección cuando haya pensado otro término para nombrarla. Yo sugiero
«Regalvanización».
Pero el más fuerte de todos es el dilema mencionado más arriba; que esos incidentes sobrenaturales
son negados únicamente sobre dos bases: o sobre la antidemocracia o sobre el dogmatismo materialista,
que llamaría materialismo místico. El escéptico siempre asume una de dos actitudes; o que no es
necesario creer al hombre ordinario, o que no se debe creer en un suceso extraordinario. Porque espero
que podemos descartar el argumento dirigido contra las maravillas intentadas en la mera recapitulación
del fraude, de los mediums tramposos o de los milagros ilusorios. Eso no es argumento, ni bueno ni malo.
Un espíritu falso refuta la realidad de los espíritus tanto como un cheque falso refuta la existencia del
Banco de Inglaterra; si algo hace, es probar que existe.
Dada esta convicción de que el fenómeno espiritual ocurre (de lo cual mi evidencia es compleja
pero racional) venimos luego a chocar con el peor de los males mentales de la época. El desastre más
grande del siglo XIX fue éste: que los hombres comenzaron a emplear la palabra «espiritual» como si
dijera lo mismo que la palabra «bien». Pensa han que crecer en refinamiento e incorporabilidad era crecer
en virtud. Cuando se insinuó la evolución científica, algunos temieron que fomentaría la animalidad. Hizo
peor; fomentó la mera espiritualidad. Enseñó a los hombres que dejando atrás al mono, ya iban al ángel.
Pero usted puede pasar al mono e irse al diablo.
Un hombre de genio, muy típico de esa época de desorientación, lo expresó perfectamente.
Benjamín Disraeli tenía razón cuando dijo que estaba del lado de los ángeles. Ciertamente estaba; del
lado de los ángeles caídos. No estaba del lado de ningún apetito o de la brutalidad animalesca; pero estaba
del lado del imperialismo de los príncipes del abismo; estaba de parte de la arrogancia y del misterio y del
desprecio de todo bien evidente. Uno puede suponer que entre esta soberbia zozobrante y las
encumbradas humildades del cielo, existen espíritus de otras estructuras y dimensiones. Al encontrarse
con ellos el hombre comete los mismos errores que comete cuando se encuentra con cualquiera de los
variados tipos de otro continente lejano. Al principio debe ser difícil discernir cuál es supremo y cuál
insubordinado. Si una sombra surge del otro mundo y contempla Picadilly, no comprendería del todo la
idea de los carruajes cerrados. Supondría que el cochero en el pescante es un conquistador victorioso que
arrastra tras sí a un cautivo prisionero y pataleante. Así, si vemos por primera vez un hecho espiritual,
podemos equivocamos sobre cuál es el superior. No basta hallar los dioses; son evidentes; debemos hallar
al Dios, al verdadero jefe de los dioses. Hemos de tener una larga experiencia histórica de los fenómenos
sobrenaturales para poder descubrir cuál es realmente natural. Y a esta luz encuentro que la historia del
Cristianismo y aún la de sus orígenes hebreos, es completamente práctica y clara.
No me perturba en lo más mínimo que me digan que el dios Hebreo era uno entre varios. Sé que lo
era sin que ninguna investigación me lo diga. Jehovah y Baal parecían igualmente importantes, tal como
el sol y la luna parecen ser del mismo tamaño. Sólo lentamente aprendemos que el sol es inmensamente
nuestro mayor y la pequeña luna solamente nuestro satélite. Creyendo que existe un mundo de espíritus
caminaría en él como en el de los hombres, buscando las cosas que me gustan y que creo buenas. Así
como en un desierto buscaría agua limpia y me fatigaría en el Polo Norte para hacer una fogata
confortable, así revisaré la tierra del vacío y de la visión hasta encontrar algo tan fresco como el agua y
tan confortable como el fuego; hasta encontrar en la eternidad algún lugar en el cual me encuentre como
en mi casa. Y sólo es posible hallar un lugar como ese.
Ya he dicho bastante para mostrar (a quienes era esencial tal explicación) que en el terreno vulgar
de la apologética tengo un fundamento de creencia. En los puros registros de la experiencia (si se toman
democráticamente, sin desdén y sin favoritismos) hay evidencia primero, de que ocurren milagros;
segundo, de que los milagros más nobles pertenecen a nuestra tradición. Pero no voy a fingir que esta
breve discusión es mi verdadera razón para aceptar plenamente el Cristianismo en vez de tomar el bien
moral del Cristianismo como lo hubiera tomado del Confucionismo.
Tengo un fundamento mucho más sólido y central para acatarlo come una fe en vez de elegir
algunas de sus sugerencias, como si fuera un programa. Y ese fundamento es esto: que la Iglesia Cristiana
en sus relaciones prácticas con mi alma es una maestra viviente, no muerta. No sólo me enseñó
ciertamente ayer sino que casi ciertamente me enseñará mañana. Una vez repentinamente vi el significado
de la estructura de la cruz; algún día repentinamente veré el significado de la estructura de la mitra. Una
clara mañana vi por qué las ventanas eran puntiagudas; alguna clara mañana veré por qué los sacerdotes
son afeitados. Platón nos dijo una verdad. Platón ha muerto. Shakespeare nos asombró con una imagen;
pero Shakespeare nos sorprenderá con otra. Pero imaginad lo que sería vivir con tales hombres viviendo,
saber que Platón podría irrumpir mañana con una original conferencia, o que en cualquier momento
Shakespeare podría hacer temblar al mundo con uno sólo de sus cantos. El hombre que vive en contacto
con lo que él cree una Iglesia viviente, es un hombre que siempre está esperando encontrarse con Platón y
Shakespeare en el desayuno de mañana. Siempre está esperando ver una verdad que no ha visto todavía.
Sólo hay otra situación comparable a ésta: y ella es la de los comienzos de nuestra vida. Cuando su padre
de usted caminando por el jardín le dijo que las abejas pican y que las rosas tienen un perfume dulce,
usted, no pensó en tomar solamente lo mejor de su filosofía. Cuando las abejas le picaron a usted no
pensó que eso fuera una coincidencia divertida. Cuando olió el perfume dulce de las rocas, usted no dijo:
«Mi padre es un símbolo rudo y barbárico reservando (tal vez inconscientemente) la profunda y delicada
verdad de que las flores huelen». No; usted creyó en su padre porque halló en él una fuente viva de
hechos; algo que realmente sabía más que usted: algo que mañana le diría la verdad como se la dijo hoy.
Y si esto era cierto de su padre, era aún más cierto de su madre; por lo menos fue cierto de la mía, a quien
está dedicado este libro. Ahora, que la sociedad se encuentra bastante alborotada con motivo de la
sujeción de las mujeres, nadie dice cuánto debe cada hombre a la tiranía y a los privilegios de las mujeres
por el solo hecho de que dirigen la educación hasta que la educación es fútil: porque el niño va a aprender
a la escuela cuando ya es tarde para enseñarle nada. Ya se hizo lo verdadero, y gracias a Dios
aproximadamente siempre, lo hicieron las mujeres. Cada hombre se ha feminizado simplemente por haber
nacido. Hablan de la mujer varonil; pero cada hombre es. un hombre femenil. Y si alguna vez los
hombres caminaran hasta Westminster para protestar contra el privilegio de las mujeres, yo no me uniría a
su procesión.
Porque recuerdo con certeza este hecho psicológico establecido; justamente cuando más estuve
bajo la autoridad de una mujer, más lleno me sentí de ardor y de aventura. Precisamente porque mi madre
dijo que las hormigas mordían, y mordieron y porque la nieve cayó en invierno (como dijo ella); desde
entonces el mundo fue para mí un país encantado de maravillosos cumplimientos; era como vivir en
alguna época Hebraica cuando se cumplían profecías tras profecías. Salí afuera, como un niño sale a un
jardín y hallé un lugar para mí terrible, precisamente porque poseía su clave; de no haberla tenido, no me
habría parecido terrible sino manso. Un simple salvajismo insignificativo no es ni siquiera impresionante.
Pero el jardín de la infancia era fascinador justamente porque cada cosa tenía un significado determinado
que podía descubrirse cuando llegara su turno. Palmo a palmo podía ir descubriendo cuál era el objeto de
la fe forma llamada rastrillo; o construir una nebulosa conjetura sobre el por qué mis padres tenían un
gato.
Así, desde que acepté a la Cristiandad por madre y no meramente como ejemplo azaroso,, una vez
más hallé que Europa y el mundo eran semejantes al pequeño jardín donde contemplé las simbólicas
figuras del gato y del rastrillo; todo lo miro con la vieja ignorancia y expectación de los elfos. Éste o
aquél rito o doctrina pueden parecer tan feos y extraordinarios como el rastrillo; pero por la experiencia sé
que los tales de cierto modo terminan en césped y en flores. Un clérigo aparentemente puede ser tan inútil
como un gato, pero también es tan fascinador, porque debe haber alguna extraña razón para que exista.
Doy un ejemplo de cien; no tengo ningún parentesco instintivo con aquél entusiasmo por la
virginidad física que ciertamente ha sido una nota del Cristianismo histórico. Pero cuando miro, no a mí
mismo sino al mundo, percibo que ese entusiasmo no es solamente una nota del Cristianismo sino
también una nota del Paganismo, una nota de la parte elevada de la naturaleza humana en muchas esferas.
Los griegos sintieron la virginidad cuando esculpieron a Artemisa, los romanos cuando vistieron a las
vestales; los peores y más desorbitados dramaturgos isabelinos se aferraron a la pureza literal de una
mujer como al pilar central del mundo. Sobre todo el mundo moderno (aún mientras se burla de la
inocencia sexual) se ha arrojado a una generosa idolatría de la inocencia sexual, el gran entusiasmo
moderno por los niños. Porque cualquier hombre que quiera a los niños estará de acuerda en que una
insinuación de sexo físico lastima su peculiar belleza. Con toda esta experiencia humana unida a la
autoridad cristiana, simplemente decido que yo estoy equivocado y que la iglesia tiene razón; o más bien,
que yo soy imperfecto en tanto que la iglesia es universal. Hay muchas maneras de concebir una iglesia;
ella no me pide que sea soltero. Pero el hecho de que yo no tenga aprecio por los solteros, lo acepto como
acepto el hecho de que no tengo oído para la música. Lo mejor de la experiencia humana está contra mí
del mismo modo en que está contra mí en lo referente a Bach. El celibato es una flor del jardín de mi
padre de cuyo dulce o terrible nombre aún no me he enterado. Pero me lo pueden decir cualquier día.
Por consiguiente, en conclusión, ésta es mi razón para aceptar la religión y para no conformarme
con extraer de ella unas cuantas dispersas verdades seculares. La acepto porque no meramente me ha
dicho esta verdad o aquella sino porque se ha revelado veraz y fidedigna. Todas las demás filosofías dicen
cosas que llanamente parecen verdad; sólo esta filosofía ha dicho una y otra vez cosas que no parecen
verdad pero son verdad. único entre los credos, es convincente donde no es atrayente; resultó que tenía
razón, como mi padre la tuvo en aquel jardín. Los Teósofos, por ejemplo, predicarán una idea
evidentemente atrayente, como la reencarnación; pero si esperamos a ver sus resultados lógicos, será el
altanerismo espiritual y la crueldad de casta. Porque si un hombre es pordiosero a causa de sus culpas
prenatales, la gente se inclinará a despreciar al mendigo. Pero el Cristianismo predica una idea
evidentemente poco atrayente como el pecado original; pero cuando esperamos a ver sus resultados, son
patéticos y fraternales, un trueno de risa y de piedad; porque solamente por el pecado original podemos
compadecer al mendigo y desconfiar del rey. Los hombres de ciencia nos ofrecen salud, un beneficio
obvio; recién después descubrimos que por salud entendían esclavitud corporal y tedio del espíritu. La
ortodoxia nos hace saltar con los sorpresivos bordes del infierno; sólo después realizamos que brincar es
un saludable ejercicio altamente benéfico para nuestra salud. Solamente después descubrimos que aquel
peligro es la raíz de todo drama y de todo romanticismo. El argumento más vigoroso en pro de la gracia
divina es, simplemente, su desgarbo. Cuando se examinan los puntos impopulares del Cristianismo,
resulta que son los propios puntales del pueblo. El círculo exterior es una rígida guardia de abnegaciones
éticas y de sacerdotes profesionales; pero dentro de esa guardia inhumana se encontrará la vieja vida
humana, bailando como los niños, bebiendo vino como los hombres; porque el Cristianismo es el único
cerco de la libertad pagana. Mas en la filosofía moderna el caso es inversa; el cerco exterior es
evidentemente atrayente y emancipado; la desesperación está adentro.
Y su desesperación es ésta: no cree realmente que haya ningún significado en el universo; de ahí
que no pueda esperar hallar en él ningún romanticismo; su novela no tiene trama. Un hombre no puede
esperar aventuras en el país de la anarquía. Pero viajando por la tierra de la autoridad, el hombre puede
esperar cualquier número de aventuras. No es posible hallar significaciones en un matorral de
escepticismos; mas cruzando un bosque de doctrinas y designios encontrará cada vez más significaciones.
Allí, cada cosa trae a la cola su historia escrita, como las herramientas y los cuadros de la casa de mi
padre; porque también es la casa de mi padre. Termino donde empecé, por el extremo correcto. A lo
menos he pasado ya, la puerta de toda buena filosofía. He entrado en mi segunda infancia.
Pero este universo Cristiano más vasto y más intrépido, tiene un sello final difícil de expresar; no
obstante, como conclusión de todo el tema, intentaré expresarlo. Todo el verdadero argumento de la
religión se encierra en el problema de que si un hombre que ha nacido al revés, puede decir o no, cuando
toma la posición correcta.
La principal paradoja del Cristianismo es que dentro de él la posición de un hombre no es la que
parece sana y sensata; en sí, la posición normal es anormal. Esta es la íntima filosofía de la Caída. En el
interesante y reciente Catecismo de Sir Oliver Lodge, las dos primeras preguntas son éstas: «¿Qué es
usted?» y «Entonces ¿qué significa Caída del Hombre?» Recuerdo que me divertí escribiendo mis propias
respuestas a esas interrogaciones; pero pronto descubrí que mis respuestas eran muy deficientes y muy
agnósticas. A la pregunta «¿Qué es usted?» sólo pude contestar: «¡Sabe Dios!» Y a la pregunta «¿Qué
significa Caída del hombre?» pude contestar con absoluta sinceridad, «significa que sea yo lo que seas no
soy yo mismo». Esta es la paradoja primordial de nuestra religión; algo que nunca hemos conocido
plenamente, algo que no sólo es mejor que nosotros sino hasta más natural a nosotros que nuestro propio
«yo». En realidad, esto no hay forma de probarlo excepto con la prueba meramente experimental con la
cual comenzaron estas páginas; el experimento de la celda tapiada y de la puerta abierta.
Solamente desde que conocí la ortodoxia conocí la emancipación mental. Pero en conclusión, la
ortodoxia tiene una aplicación especial a la ulterior idea de la alegría.
Se dice que el Paganismo es una religión de júbilo y el Cristianismo una de tristeza; sería muy fácil
probar que el Cristianismo es pura alegría y el Paganismo pura congoja. Tales conflictos no significan
nada y no conducen a ninguna parte. Todo lo humano debe tener en sí júbilo v tristeza; lo interesante es la
manera en que ambas cosas se equilibran o se dividen. Y lo realmente interesante es ésto, que el pagano
era (principalmente) alegre y más alegre a medida que se acercaba a la tierra pero triste y más triste a
medida que se acercaba al cielo. La alegría del mejor paganismo, como la jovialidad de Cátulo y Teócrito,
es ciertamente una alegría eterna, inolvidable para una humanidad agradecida. Pero todo es una alegría en
torno a los hechos de la vida, no en torno a su origen. Para el pagano las pequeñas cosas son tan dulces
como el arroyito que cae por la montaña; pero las cosas grandes son amargas como el mar. Cuando el
pagano mira al corazón mismo del cosmos se queda helado. Detrás de los dioses que son simplemente
déspotas, se sientan los hados, que son mortales. Aún más; los hados son peor que mortales; son muertos.
Y los racionalistas, desde su punto de vista, tienen razón cuando dicen que el mundo antiguo era más
luminoso que el cristiano. Porque cuando ellos dicen luminoso, quieren decir oscurecido por una
desesperación incurable. Es profundamente cierto que el mundo antiguo era más moderno que el
cristiano. El vínculo común está en el hecho de que los antiguos como los modernos han sido infelices
respecto a la existencia, respecto a todas las cosas, en tanto que los medioevales eran felices por lo menos
respecto a eso. Libremente concedo que los paganos como los modernos eran infelices solamente respecto
a todo, eran muy gallardos respecto a lo demás. Reconozco que los Cristianos de la Edad Media estaban
en paz, solamente con todo, con todo lo demás estaban en guerra. Pero si el asunto pasa al quicio
primordial del cosmos, entonces sí había más contento cósmico en las ensangrentadas calles de Florencia
que en el teatro de Atenas o en los jardines abiertos de Epicuro. Giotto vivió en un pueblo más
melancólico que el de Eurípides, pero en un universo más alegre que el suyo.
La masa de hombres se vio forzada a alegrarse por las cosas pequeñas y a entristecerse por las
grandes. Sin embargo (ofrezco mi dogma con cierta desconfianza), esa actitud no es innata en el hombre.
El hombre es más sí mismo, el hombre es más varonil, cuando lo fundamental en él es la alegría y lo
superficial la tristeza. La melancolía debería ser un interludio inocente, una tierna y fugaz disposición de
la mente; el júbilo debería ser la pulsación permanente del alma. El pesimismo, a lo más, es una
semivacación emocional; la alegría es la rugiente labor por la cual viven todas las cosas. No obstante,
según la actitud aparente del hombre visto por el pagano o por el agnóstico, esta necesidad primaria de la
naturaleza humana, nunca puede ser satisfecha. El júbilo debería ser expansivo; mas para el agnóstico, el
júbilo debe retraerse, debe recluirse pegado a algún rincón del mundo. La aflicción debería ser retraída,
mas para el agnóstico su desolación se extiende a través de una eternidad inconcebible. Esto es lo que
llamo haber nacido al revés. El escéptico puede decir sinceramente que es charlatanería; porque sus pies
bailan para arriba en un éxtasis ocioso en tanto que su cabeza queda en el abismo. Para el hombre
moderno, los cielos están actualmente debajo de la tierra. La explicación es sencilla; está parado sobre su
cabeza; la cual es un pedestal demasiado débil para pararse encima. Pero el hombre moderno sabe cuándo
vuelve a encontrar sus pies. El Cristianismo repentinamente satisface y perfecciona el instinto ancestral
del hombre de estar en la posición correcta; en ésto lo satisface soberanamente; por su credo la alegría se
convierte en algo gigantesco y la tristeza en algo accidental y pequeño. La bóveda que nos cubre no es
sorda porque el universo sea idiota; el silencio no es el descorazonado silencio de un universo sin fin y sin
objeto. El silencio que nos rodea más bien es una pequeña y compasiva quietud semejante a la quietud
invariable del cuarto de un enfermo. Tal vez la tragedia nos sea permitida como sí fuera una especie de
comedia misericordiosa: porque la frenética energía de las cosas divinas nos derribaría como una farsa
ebria. Podemos tomar nuestras lágrimas más ligeramente de lo que pudiéramos tomar la levedad tremenda
de los ángeles. Tal vez así nos sentamos en el aposento estrellado del silencio, mientras la, risa de los
cielos sea demasiado clamorosa para que nosotros la escuchemos.
La alegría, que fue la pequeña publicidad del pagano, es el secreto gigantesco del Cristianismo. Y al
cerrar este volumen caótico, vuelvo a abrir el extraño librito del cual vino todo el Cristianismo; y otra vez
me ronda una especie de confirmación. La figura tremenda que respecto a ésto y a todo lo demás, llena las
torres del Evangelio, por encima de todos los pensadores que se creyeron grandes. Su patetismo fue
natural; casi fortuito. Los Estoicos antiguos y modernos se enorgullecieron de ocultar sus lágrimas. Él,
nunca ocultó sus lágrimas; abiertamente las mostró en su rostro accesible a todas las miradas cotidianas
tanto como a la remota mirada de su ciudad natal. No obstante, escondió algo. Los superhombres y los
diplomáticos imperiales se enorgullecieron de refrenar su ira. Él, nunca refrenó su ira. Derribó las mesas
por la escalinata del Templo y preguntó a los hombres cómo esperaban librarse de la condenación del
infierno. No obstante, Él refrenó algo. Lo digo con reverencia; en esa personalidad violenta había un
rasgo qué debe ser timidez. Hubo en Él algo que escondió a todos los hombres cuando subió a orar en la
montaña. Había algo que constantemente ocultó con un silencio repentino, o con un impetuoso
aislamiento. Cuando caminó sobre nuestra tierra, había en Él algo demasiado grande para que Dios nos lo
mostrara; y algunas veces imaginé que era Su alegría.
FIN