Un periodo de tentación sexual es un excelente prólogo para que el demonio tiente a la impaciencia; siendo esta última la tentación principal, y la primera la subordinada.
Para ello, tener en cuenta que a los hombres no les irrita la mera desgracia, sino lo que sienten como una afrenta, por la frustración de sus expectativas. Por eso, el tentador intenta suscitar profusamente expectativas, para luego poder cosechar decepciones y mal humor. Por ejemplo, es fácil conseguir que le saque de quicio una visita, a quien se había apegado con la expectativa de estar tranquilo por la tarde.
La irritación viene de considerar el tiempo como propiedad privada, hasta el punto de sentir que se lo están robando. El demonio intentará que su paciente experimente, en ocasiones, que el empleo de tiempo a ciertas tareas es penoso, y lo experimenta como que le están robando el tiempo; mientras que otras veces, le llevará a sentir que ha regalado su tiempo de forma altruista y gozosa. En cualquier caso, lo importante es hacerle creer que el tiempo es suyo, parte de su derecho personal.
Pero lo cierto es que el hombre no puede crear ni retener un instante del tiempo; ya que es un puro regalo de Dios. Decir que el tiempo es mío, sería como considerar a la luna o al sol de nuestra propiedad. Obviamente, el Tentador intentará por todos los medios ocultar esta realidad, envolviendo en penumbra los pensamientos humanos.
La táctica de estimular un falso sentido de la propiedad es muy frecuentada por el Tentador. Así, por ejemplo, gran parte del desprecio de la castidad, nace de la creencia de que somos propietarios de nuestro cuerpo. ¡Yo hago con mi cuerpo lo que quiero!
Para dar lugar a este falso sentimiento de propiedad, aparte del orgullo, suele ayudar mucho la confusión del lenguaje: “mis botas”, “mi perro”, “mi criado”, “mi esposa”, “mi padre”, “mi Dios”… El Tentador intentará que se utilice el sentido posesivo del pronombre, siempre y en todos los casos, cual de si las “botas” se tratase…
Escrutopo concluye aclarando a Orugario que a la larga, al final de los tiempos, la creación será de Dios o del Satanás… pero que en el momento presente, Dios reivindica ser dueño y señor del mundo, por haber sido el Creador.
CARTA XXI
Mi querido Orugario:
Sí, un período de tentación sexual es un excelente momento para llevar a cabo un ataque secundario
a la impaciencia del paciente. Puede ser, incluso, el ataque principal, mientras piense que es el
subordinado. Pero aquí, como en todo lo demás, debes preparar el camino para tu ataque moral
nublando su inteligencia.
A los hombres no les irrita la mera desgracia, sino la desgracia que consideran una afrenta. Y la
sensación de ofensa depende del sentimiento de que una pretensión legítima les ha sido denegada.
Por tanto, cuantas más exigencias a la vida puedas lograr que haga el paciente, más a menudo se
sentirá ofendido y, en consecuencia, de mal humor. Habrás observado que nada le enfurece tan
fácilmente como encontrarse con que un rato que contaba con tener a su disposición le ha sido
arrebatado de imprevisto. Lo que le saca de quicio es el visitante inesperado (cuando se prometía
una noche tranquila), o la mujer habladora de un amigo (que aparece cuando él deseaba tener un
téte-á-téte con el amigo). Todavía no es tan duro y perezoso como para que tales pruebas sean, en
sí mismas, demasiado para su cortesía. Le irritan porque considera su tiempo como propiedad suya,
y siente que se lo están robando. Debes, por tanto, conservar celosamente en su cabeza la curiosa
suposición: «Mi tiempo es mío». Déjale tener la sensación de que empieza cada día como el legítimo
dueño de veinticuatro horas. Haz que considere como una penosa carga la parte de esta propiedad
que tiene que entregar a sus patrones, y como una generosa donación aquella parte adicional que
asigna a sus deberes religiosos. Pero lo que nunca se le debe permitir dudar es que el total del que
se han hecho tales deducciones era, en algún misterioso sentido, su propio derecho personal.
Esta es una tarea delicada. La suposición que quieres que siga haciendo es tan absurda que, si
alguna vez se pone en duda, ni siquiera nosotros podemos encontrar el menor argumento en su
defensa. El hombre no puede ni hacer ni retener un instante de tiempo; todo el tiempo es un puro
regalo; con el mismo motivo podría considerar el sol y la luna como enseres suyos. En teoría,
también está comprometido totalmente al servicio del Enemigo; y si el Enemigo se le apareciese en
forma corpórea y le exigiese ese servicio total, incluso por un solo día, no se negaría. Se sentiría muy
aliviado si ese único día no supiese nada más difícil que escuchar la conversación de una mujer
tonta; y se sentiría aliviado hasta casi sentirse decepcionado si durante media hora de ese día el
Enemigo le dijese: «Ahora puedes ir a divertirte». Ahora bien, si medita sobre su suposición durante
un momento, tiene que darse cuenta de que, de hecho, está en esa situación todos los días. Cuando
hablo de conservar en su cabeza esta suposición, por tanto, lo último que quiero que hagas es darle
argumentos en su defensa. No hay ninguno. Tu trabajo es puramente negativo. No dejes que sus
pensamientos se acerquen lo más mínimo a ella. Envuélvela en penumbra, y en el centro de esa
oscuridad deja que en su sentimiento de propiedad del tiempo permanezca callada, sin inspeccionar,
y activa.
El sentimiento de propiedad en general debe estimularse siempre: Los humanos siempre están
reclamando propiedades que resultan igualmente ridículas en el Cielo y en el Infierno, y debemos
conseguir que lo sigan haciendo. Gran parte de la resistencia moderna a la castidad procede de la
creencia de que los hombres son «propietarios» de sus cuerpos; ¡esos vastos y peligrosos terrenos,
que laten con la energía que hizo el Universo en los que se encuentran sin haber dado su
consentimiento y de los que son expulsados cuando le parece a Otro! Es como si un infante a quien
su padre ha colocado, por cariño, como gobernador titular de una gran provincia, bajo el auténtico
mando de sabios consejeros, llegase a imaginarse que realmente son suyas las ciudades, los
bosques y los maizales, del mismo modo que son suyos los ladrillos del suelo de su cuarto.
Damos lugar a este sentimiento de propiedad no sólo por medio del orgullo, sino también por medio
de la confusión. Les enseñamos a no notar los diferentes sentidos del pronombre posesivo: las
diferencias minuciosamente graduadas que van desde «mis botas», pasando por «mi perro», «mi
criado», «mi esposa», «mi padre», «mi señor» y «mi patria», hasta «mi Dios». Se les puede enseñar a
reducir todos estos sentidos al de «mis botas», el «mi» de propiedad. Incluso en el jardín de infancia,
se le puede enseñar a un niño a referirse, por «mi osito», no al viejo e imaginado receptor de afecto,
con el que mantiene una relación especial (porque eso es lo que les enseñará a querer decir el
Enemigo, si no tenemos cuidado), sino al oso «que puedo hacer pedazos si quiero». Y, al otro
extremo de la escala, hemos enseñado a los hombres a decir «mi Dios» en un sentido realmente muy
diferente del de «mis botas», significando «el Dios a quien tengo algo que exigir a cambio de mis
distinguidos servicios y a quien exploto desde el púlpito…, el Dios en el que me he hecho un rincón.»
Y durante todo este tiempo, lo divertido es que la palabra «mío», en su sentido plenamente posesivo,
no puede pronunciarla un ser humano a propósito de nada. A la larga, o Nuestro Padre o el Enemigo
dirán «mío» de todo lo que existe, y en especial de todos los hombres. Ya descubrirán al final, no
temas, a quién pertenecen realmente su tiempo, sus almas y sus cuerpos; desde luego, no a ellos,
pase lo que pase. En la actualidad, el Enemigo dice «mío» acerca de todo, con la pedante excusa
legalista de que Él lo hizo. Nuestro Padre espera decir «mío» de todo al final, con la base más realista
y dinámica de haberlo conquistado.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO