Del 14 al 19 de septiembre pudimos realizar la peregrinación sacerdotal diocesana a Ars, donde se venera el cuerpo incorrupto del Patrono de los sacerdotes, San Juan María Vianney, popularmente conocido como el Santo Cura de Ars.
En representación de toda la Diócesis palentina, con motivo del Año Jubilar Sacerdotal en el que nos encontramos, acudimos cerca de treinta sacerdotes a esa pequeña población francesa cercana a Lyon. Además de disfrutar de una inolvidable convivencia, pudimos también meditar en nuestra vocación y encomendar a nuestro Patrono dos intenciones prioritarias: el aumento de vocaciones en nuestros seminarios y la santidad de los sacerdotes.
¡Hemos orado por ti!
Pedir por los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales, es lo mismo que rogar a Dios por ti y por tus necesidades. En efecto, la razón de ser del sacerdocio no es la propia realización de los sacerdotes. El presbítero no es un hombre que haya elegido una profesión para su promoción, sino alguien que ha respondido a una llamada de Dios que le pide entregar su vida como “pan partido”, para que el mundo tenga vida…
La oración por los sacerdotes que allí hemos realizado, es semejante a la que realizó Jesucristo en la sobremesa de la Última Cena, en la que oró al Padre por sus apóstoles y por todos aquellos que, a lo largo de los siglos, llegaríamos a tener fe gracias a la palabra de éstos y de sus sucesores. He aquí unos versículos de la llamada “oración sacerdotal” de Cristo:
“He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura (…) Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno (…) Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. (…) No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno” (Jn 17).
Frente al mayor de los males
El Cura de Ars no se distingue por especiales cualidades, como por poseer un refinado lenguaje o unos elaborados planteamientos teológicos. Fue un sencillo cura rural, que se caracterizó por “ir al grano”, a lo esencial.
Su empeño principal fue entregar su vida “por los pobres pecadores”. Se trata ésta de una expresión que a algunos, tal vez, les pueda parecer un tanto arcaica y heredera de una espiritualidad ya superada… ¡Ni mucho menos!
He aquí la razón del gran valor del sacerdocio: entre todos los males que afligen a la humanidad, el sacerdocio incide en el principal de todos ellos: el pecado. Muchos otros males de nuestra existencia (enfermedades, pobreza, carencias afectivas, etc.) pueden hacernos sufrir… pero solamente el pecado es capaz de robarnos la caridad y la esperanza, indispensables para alcanzar la Vida Eterna.
El mejor remedio
El Santo Cura de Ars es conocido, muy especialmente, por su apostolado en el sacramento de la Confesión; a cuya administración paciente llegó a dedicar ¡quince horas diarias! Cuando cayó agotado, cinco días antes de su muerte, los últimos penitentes se apiñaban junto a la cabecera del moribundo. Se calcula que hacia el final de su vida el número anual de peregrinos penitentes alcanzaba la cifra de ochenta mil.
El Cura de Ars sufría y gozaba, al mismo tiempo, administrando el sacramento del perdón, porque su único deseo era ser testigo de la conversión de los pecadores, y en ello consumía todas sus energías. Cuando se encontraba con almas impenitentes, lloraba ante ellos: «Oh, amigo mío —decía—, lloro yo precisamente por lo que tú no lloras». Ahora bien, ¡su alegría era grande, al ser testigo de cómo los corazones arrepentidos renacen a la esperanza!
Pero el momento cumbre de su jornada, y en el que más disfrutaba, era en la celebración de la Eucaristía. Son suyas las siguientes palabras: «Si el sacerdote no tuviera la consolación y la felicidad de celebrar la Santa Misa no podría soportar su tarea», «La felicidad que hay en decir la Misa se comprenderá sólo en el Cielo». ¡Parece como si el Santo Cura de Ars “cosechase” en la Santa Misa, las gracias que luego habría de distribuir en la Confesión…!
En pocas palabras, los verdaderos remedios que alivian el mal del ser humano son la Eucaristía y la Confesión. Por ello, concluimos en que el sacerdocio es un don de Dios para que el mundo tenga vida. Me remito a estas incisivas palabras que el Papa dirigía recientemente por videomensaje a un grupo de mil doscientos sacerdotes que se dieron cita en un Retiro Internacional Sacerdotal en Ars:
“Pensad en el gran número de misas que habéis celebrado o celebraréis, haciendo cada vez a Cristo realmente presente sobre el altar. Pensad en las innumerables absoluciones que habéis dado y que daréis, permitiendo a un pecador ser perdonado. Percibís en ese momento la fecundidad infinita del Sacramento del Orden. Vuestras manos, vuestros labios, se convierten, en el espacio de un instante, en las manos y en los labios de Dios. Lleváis a Cristo en vosotros; habéis, por gracia, entrado en la Santa Trinidad. Como decía el santo Cura: «Si uno tuviera fe, vería a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un vidrio, como un vino mezclado con el agua»”.