No deja de ser significativo que cuando determinados directores de cine han realizado algunas obras maestras con alto contenido en valores éticos y espirituales, hayan coincidido en elegir el término “bella” para titularlas. Sería larga la lista, aunque ahora me refiero a películas como “¡Qué bello es vivir!”, de Frank Capra (1946), que se convirtió en un clásico navideño; “La vida es bella” (1997), de Roberto Benigni, y en nuestros días, “Bella”, producida e interpretada por Eduardo Verástegui.
La tradición cristiana habló de los tres trascendentales, como tres dimensiones de la existencia y de la realidad: «verum», «bonum» y «pulchrum«. Es decir, lo “verdadero”, lo “bueno” y lo “BELLO”. La esquizofrenia de nuestra cultura ha consistido en pretender separar la belleza de la bondad y de la verdad. Sin embargo, la belleza no es otra cosa que el reflejo de la verdad. Mientras que la santidad (la bondad) es la belleza encarnada. Por eso, no es de extrañar que cuando el celuloide ha sido transmisor de valores morales “buenos” y “verdaderos”, haya recurrido al concepto de “belleza” para expresarlos. En efecto, como decía el teólogo Von Balthasar, “lo primero que captamos del misterio de Dios no suele ser la verdad, sino la belleza”. Frente al concepto secularizado de “belleza”, nosotros creemos que la belleza es “aparición” y no “apariencia”.
Tengo que reconocer que cuando terminé de ver la película de Verástegui, salí un tanto desconcertado… Había supuesto que esta película, de la que tanto había oído hablar, sería transmisora de sólidos argumentos con los que hacer frente a la “cultura de la muerte”. Nada de eso. No se trata de un filme apologético destinado a convencer a los convencidos, sino de un emotivo cuestionamiento sobre el rumbo de nuestra existencia. Creo que el auténtico valor de la película, lo percibimos a posteriori, en la medida en que intuimos su importante contribución para afinar nuestra sensibilidad. El lenguaje de esta película es el adecuado para llegar a interpelar al hombre y a la mujer de nuestros días: sólo cuando los afectos son “alcanzados”, llegamos a ser capaces de cuestionar nuestras razones o sinrazones.
“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”
El filme comienza con esta frase, que resulta paradigmática en las historias personales que se entrecruzan a lo largo de su argumento. Cuando caemos en la tentación de soñar con una felicidad egocéntrica, propia del “triunfador”, inevitablemente, las cruces de la vida acabarán despertándonos bruscamente.
¿Es incompatible la felicidad con la cruz? En realidad, la plenitud de nuestra existencia no se alcanza en la huida del dolor, ni en la desesperación, sino afrontando y madurando en la tribulación… Algunas contrariedades acaban por convertirse en alegrías, cuando son aceptadas; e incluso, los episodios más oscuros de nuestra existencia, pueden resultar un acicate para entender nuestra vida como una ocasión de eficaz reparación.
La fuerza sanadora de la familia
Uno de los valores más importantes de “Bella” es que muestra claramente la fuerza que la familia ejerce en cada uno de nosotros, aportando estabilidad personal, seguridad, sanación, etc. Lo más duro del sufrimiento es tener que vivirlo en una situación de orfandad moral, porque entonces resulta inevitablemente destructor.
Eduardo Verástegui se dirige con esta película, de una forma muy especial, a todos los inmigrantes hispanos de EEUU, que corren los graves riesgos que se derivan del alejamiento de sus seres queridos y de la desestructuración de la institución familiar. La mayor pobreza de nuestros días es la carencia de la familia.
La fuerza evangelizadora del cine
Decía recientemente el cardenal Poupard, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, que “el cine puede construir una auténtica cultura de la vida”. Es imprescindible que seamos conscientes de que en la pequeña y en la gran pantalla, se está librando una batalla determinante entre “valores” y “antivalores”. No podemos ser tan ingenuos de acercarnos al cine como a una mera industria de entretenimiento. En realidad, como en tantos otros terrenos de la existencia, tampoco en el mundo artístico cabe la neutralidad.
Una vez más, se demuestran proféticas las palabras de Cristo: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc. 11, 23).