Fe

No creo que haya en nuestro diccionario otra palabra tan corta -con dos simples letras- y que encierre tanto contenido como ésta: “fe”. No es fácil hablar abiertamente sobre este tema en un periódico de información general. Salvo honrosas excepciones, los medios de comunicación suelen renunciar a abordar el misterio de la fe, y se limitan a las noticias eclesiásticas, mejor o peor ofrecidas. Por ejemplo, en próximas fechas seremos testigos de un bombardeo de informaciones y desinformaciones en torno a la renovación de cargos en la Conferencia Episcopal Española. Curiosamente, en esta sociedad secularizada que reivindica la bandera laicista, tienen más cabida en los “mass media” los temas clericales, que las preguntas que el ser humano se hace sobre el sentido de su existencia, a las que responde la fe.

Fe y superstición

La prueba de la gran importancia y necesidad de la fe para una correcta cosmovisión de la vida, es el hecho inexorable de que en la medida que nuestra cultura se vacía de Dios, se va llenando de ídolos. Como decía Chesterton, cuando los hombres pierden la fe en Dios, no es que dejen de creer, es que se lo creen todo. En contra de lo que el ateísmo ha pretendido transmitir, lo contrario de la fe no es la razón, sino la superstición. En el lenguaje bíblico, el abandono de Dios se expresa como una entrega a la idolatría; mientras que en el lenguaje moderno diríamos que quienes se alejan de Dios acostumbran a acercarse al ocultismo, al esoterismo y a otros sucedáneos de la fe, que lejos de dignificar al hombre, le hacen esclavo de sus miedos y fácilmente manipulable.

Fe y alegría

En efecto, en el Evangelio, el miedo se describe con frecuencia como la antítesis de la fe (“¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?” Mt 8, 26). Los cristianos somos conscientes de que la intranquilidad, la precipitación y la angustia son síntomas de inmadurez o de falta de fe. Dicho de otro modo, la paz interior y la alegría son la consecuencia lógica de la fe. Así lo expresaba la beata Teresa de Calcuta: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz».

La fe dignifica al hombre, ya que el amor no deja de ser un acto de fe, al mismo tiempo que la fe es un acto de amor. En realidad, podemos decir que somos tan jóvenes como lo sea nuestra fe; y somos tan viejos como lo sean nuestra dudas. La fe en el amor de Dios nos permite comprender nuestra existencia a la luz de la Providencia de un Padre que nos quiere infinitamente más que nosotros a nosotros mismos.

Fe y Revelación

Contra lo que muchos creen, la fe no se limita a hablarnos de otros mundos, sino que nos habla también de la vida presente, a la luz de nuestra vocación trascendente. La fe se abre a la luz de la Revelación, descubriendo un sentido que la razón no llega a alcanzar por sí sola. Cristo es el intérprete que nos revela el sentido de la realidad que captan nuestros sentidos y nuestra razón.

Esta apertura a la Revelación divina es una condición indispensable para que la fe pueda considerarse como tal. Lo contrario sería confundir la fe con nuestros ideales personales. En efecto, una fe que nosotros mismos pudiésemos determinar, no sería en absoluto fe. La fe es la capacidad del creyente para actuar, no por impresiones personales, consensos culturales, prejuicios o ideologías del entorno, sino guiado por la  Palabra de Dios, que es tan veraz como eterna. Por lo demás, la experiencia nos dice que cuando relativizamos el depósito de la fe, inevitablemente dogmatizamos las ideologías personales.

Fe y mérito

Los católicos afirmamos que “la fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 153). Pero algunos concluyen incorrectamente de esa afirmación, que el tener o no tener fe es una decisión divina arbitraria, en la que no colabora el sujeto. No es así. Hemos de pedir la fe a Dios con insistencia, además de disponernos adecuadamente para poder recibirla.

En otras palabras: la fe es meritoria, ya que supone un proceso interior en el que el creyente rinde su mente y su voluntad a la Verdad suprema. De hecho, el obstáculo principal para la fe no siempre proviene de las dudas de la razón, sino del orgullo y de la soberbia. Por ello, decía el Cardenal Newman: «La fe es lo suficientemente oscura para ser meritoria, y lo suficientemente razonable para no ser arbitraria”. Es decir, las dificultades para llegar a la fe son de suficiente envergadura, como para que creer sea meritorio; mientras que las razones para creer son de suficiente peso, como para que el rechazo de la fe no esté exento de culpabilidad.

Concluyo invocando a la creyente por antonomasia: la Virgen María (“Bienaventurada tú que has creído” Lc 1, 45). Decía Unamuno que las palabras de María en la Anunciación, «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra», son la expresión de la más sublime obediencia de la fe, y la raíz de toda libertad. ¡Que Ella reavive nuestra fe!