Psicología y moral del divorcio. De Fenicia a Palencia

A mediados de noviembre, el Instituto Nacional de Estadística hacía públicos los datos de 2006, referentes al aumento de rupturas matrimoniales en España. Es una información muy importante, ya que por primera vez hemos tenido acceso a comprobar los efectos de la llamada “Ley de Divorcio Exprés”, que fue promulgada en julio de 2005. Se trataba de una ley que facilitaba el divorcio, eliminando la necesidad del trámite de la separación previa, disminuyendo los plazos, y suprimiendo el requerimiento de alegar las causas para acceder al divorcio.

Como era de prever, los resultados han sido demoledores. A pesar de que la ley entró en vigor en la segunda mitad del año 2005, se han disparado las cifras. En 2006, los divorcios aumentaron en España un 74% con respecto al año anterior. El motivo es doble: la mayoría de las parejas han prescindido de la separación previa, accediendo directamente al divorcio; a lo que hay que añadir que el número de rupturas matrimoniales (sumando separaciones, divorcios y nulidades) ha crecido un 6’5%. Es particularmente significativo el hecho de que hayan aumentado un 330% las rupturas en el primer año de convivencia matrimonial.

Este tipo de leyes “liberales” suelen justificarse con el argumento de que se limitan a dar un marco legal a las demandas sociales. Sin embargo, una vez más, la experiencia nos demuestra lo contrario: Las políticas familiares liberales, lejos de limitarse a proporcionar un marco legal a las realidades sociales con las que se encuentran, generan y promueven activamente las crisis.

La Ley del Divorcio Exprés no ha hecho sino añadir más elementos para trivializar las rupturas matrimoniales. Su filosofía está en la línea de una cultura ansiosa e irreflexiva, que en vez de hacer frente a las causas de los problemas, emprende una huida cobarde… Antes de la entrada en vigor de esta ley, cerca de un 20% de las separaciones matrimoniales llegaban a recomponerse sin desembocar en el divorcio. La eliminación de cautelas en los plazos y en los modos para acceder al divorcio, no hacen sino dificultar los tiempos y las posibilidades de arreglo, para limitarse a facilitar las rupturas.

Con tristeza hemos observado también, cómo el Parlamento de Castilla León aprobaba una “Ley de Mediación Familiar”, con fecha de abril de 2006, en la que aun reconociendo la grave crisis que sufre la institución matrimonial, se limitaba a ofrecer ayuda para mediar en las rupturas. En efecto, en la exposición de motivos de la citada ley, podemos leer: “La finalidad de la mediación familiar no es la de evitar situaciones de ruptura, sino la de aminorar las consecuencias negativas que se derivan de las mismas.”  (Exposición de Motivos de la Ley, I).

¿Nos podemos contentar con el objetivo de que las rupturas sean amistosas? ¿Es eso suficiente para “desdramatizar” el divorcio? ¿No estaremos, una vez más, “tomando el rábano por las hojas”? ¿Qué acciones concretas se han puesto en marcha para prevenir las rupturas matrimoniales, o para ofrecer todas las ayudas necesarias a quienes lo soliciten, para superar sus problemas de convivencia?

La Diócesis de Palencia ha inaugurado esta semana un Centro de Orientación Familiar, situado en el número 6 de la calle Diego Laínez. Se trata de un servicio a la familia que abarca una oferta mucho más amplia que la de la terapia de pareja, pero que, evidentemente, la incluye.

Los cristianos tenemos un motivo muy especial para luchar contra el divorcio. Hemos aprendido de Jesucristo que las cruces de nuestra vida nos hacen madurar cuando las afrontamos, mientras que nos destruyen cuando huimos de ellas. Las crisis de pareja se convierten en una ocasión de crecimiento para los que saben que el matrimonio no es sólo una elección, sino una vocación. En realidad, estamos ante un problema del sentido de la misma existencia. Sólo cuando sabemos que venimos del Amor y que volvemos a él, venciendo el sufrimiento y la muerte, es cuando podemos dar lo mejor de nosotros mismos, luchando por vencer en la “batalla” de nuestra vida.

En el año 335 a.C., al llegar a las costas de Fenicia, Alejandro Magno tuvo que librar una de sus más grandes batallas: al desembarcar comprobó que los soldados enemigos superaban en cantidad tres veces mayor a su ejército. Sus hombres estaban atemorizados y solicitaban retirarse sin acometer aquella guerra. Habían perdido la fe en la victoria y se daban por derrotados. Fue entonces cuando Alejandro Magno decidió quemar las propias naves, dejando a sus hombres sin posibilidad de retroceso, ante las murallas de Fenicia. Y fue entonces, también, cuando aquellos hombres encontraron la motivación necesaria para asaltar las murallas de Fenicia y ganar aquella batalla.

Como explicaba nuestro querido Juan Pablo II, de feliz memoria, en uno de sus discursos pronunciados en Argentina, “Los que no están dispuestos a amarse para siempre, en realidad no se aman con toda la intensidad, en ningún momento”. Quien pone un límite al amor en el tiempo, sea o no consciente de ello, lo está poniendo también en la intensidad. Por ello, merece la pena seguir apostando por hacer realidad aquella promesa: “Hasta que la muerte nos separe”.