El 16 de abril el Papa celebraba su 80 cumpleaños y tres días después se cumplían sus dos primeros años de pontificado. Aunque ya le felicitamos y lo celebramos en su día, no he querido dejar pasar la ocasión de compartir con vosotros una reflexión sobre todo lo que este pontificado, todavía incipiente, nos está ofreciendo.
La Providencia ha querido que la sede de Pedro sea ocupada por un hombre de vasta y profunda cultura teológica, al mismo tiempo que de exquisita amabilidad. Joseph Ratzinger tiene la virtud de aunar la pasión por la verdad con una cortesía que no tiene nada de formal, sino que expresa una extraordinaria atención por cada una de las personas. Se trata de un don especial que le permite conjugar de modo admirable el papel de Maestro y de Pastor.
Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger repetía con frecuencia que su tarea consistía en defender la fe de los sencillos, de las doctrinas ambiguas y erróneas de los llamados “sabios” de este mundo. Estamos ante un singular carisma que sabe conjugar la Verdad y el Amor. El cardenal Bertone afirmaba recientemente que en este comienzo del tercer milenio, nuestro mundo no sólo sigue teniendo necesidad de Verdad y Amor, sino que necesita especialmente su Unidad: “Éste es uno de los motivos por los que la Providencia ha elegido como sucesor de Pedro al cardenal Joseph Ratzinger: porque éste enseña, y antes aún, da testimonio con su vida de que no hay amor sin verdad y de que no hay verdad sin amor”.
Dadas las cualidades y el recorrido personal del Papa Benedicto, una de sus aportaciones principales se enmarca en la problemática de la relación fe y cultura, ciencia y fe o, simplemente, religión y razón. Se trata de un aspecto fundamental y apremiante para poder dar una respuesta a la oleada de relativismo y de indiferencia que afecta a la misma sociedad cristiana.
La Providencia ha elegido a Joseph Ratzinger como el discípulo más aventajado para recibir y aplicar el contenido de la encíclica de Juan Pablo II, “Fides et Ratio” (“Fe y Razón”). Un buen ejemplo lo tenemos en la conexión con la encíclica del famoso discurso de Ratisbona pronunciado el 12 de septiembre de 2006.
En “Fides et Ratio”, Juan Pablo II presentaba la fe y la razón como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Al mismo tiempo, describía de la siguiente forma la crisis de pensamiento del momento presente: “Tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal.” (n. 48)
Dicho de otro modo, si la fe no está acompañada de una razón bien formada, corre el peligro de reducirse a un mito o superstición. Por el contrario, si el ejercicio de la razón no está acompañado de una fe adulta, deja de interesarse por las grandes preguntas que siempre han preocupado al género humano, para acabar hablando de trivialidades sin trascendencia alguna.
En el discurso en la Universidad de Ratisbona, Benedicto XVI afirmaba que “una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”. Pero al mismo tiempo añadía: “No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios (…) Quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas”.
Ratzinger añadía en aquel famoso discurso que existen “patologías” que amenazan a la religión y a la fe, cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Occidente está amenazado por una especie de aversión a los grandes interrogantes de la razón. Parece como si se hubiesen cambiado las tres preguntas esenciales de la vida: «¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?», por las más triviales e intrascendentes: «¿Cuál es tu experiencia? ¿Cómo te sientes? ¿Qué haces?…».
Jon Juaristi, de religión judía, catedrático de Filología Hispánica y ex Director de la Biblioteca Nacional y del Instituto Cervantes, afirmaba recientemente que “hoy, la verdadera defensa de la Razón no está en manos de esta posmodernidad, sino en el discurso de Benedicto XVI, pues él conecta con las raíces de Europa, judías y helenistas.”. Este escritor acaba de recibir el premio de periodismo “Mariano de Cavia”, por su artículo “Teología”, que publicó el 24 de Septiembre de 2006 sobre el discurso de Ratisbona. Su tesis es que, lo que la modernidad no ha podido soportar no es una idea vaga de Dios (¡en esto no tiene problema!), sino la idea de un Dios razonable. Sus palabras son clarividentes: “La teología es el encuentro de Atenas y Jerusalén”, mientras que “la modernidad es el resultado de la deshelenización de Europa y su consecuente abandono a los dioses oscuros e inexplicables”.
Adentrarse en el diálogo de la fe y la razón, supone abandonar la postura cómoda de quien se limita a repetir el mensaje de fe sin contrastarlo con el pensamiento contemporáneo. Supone asumir un riesgo por amor a los que nos han sido confiados. Sólo arriesga quien ama de veras y está preocupado por el destino de sus hermanos. En su homilía de inicio del pontificado, el Papa pronunciaba las siguientes palabras: “La santa inquietud de Cristo anima al pastor: no es indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre”.
Acercarse a la figura de Benedicto XVI permite comprender lo que quizás sea el secreto de su pontificado: que hay un motor del diálogo entre la fe y la cultura: el Amor.