El reciente atentado terrorista de ETA en Barajas, en el que fueron asesinados dos jóvenes ecuatorianos, ha demostrado que todavía falta mucho trecho hasta que los inmigrantes sean considerados como parte plenamente integrada en la sociedad española. A nadie se le oculta que la conmoción y la reacción de la sociedad española ha sido mucho menos intensa ante el asesinato de dos ecuatorianos, que la que previsiblemente hubiese podido tener lugar si las víctimas hubiesen sido españolas. Por si fuese poco, en vez de unirnos todos los españoles en torno a la comunidad ecuatoriana inmigrante, renunciando a cualquier cuota de protagonismo político, hemos asistido a un triste espectáculo en el que sólo parecía importarnos el rédito político que cabía extraer de su duelo.
A pesar de estos aspectos negativos, también es verdad que este trágico atentado, ha ayudado a despertar muchas sensibilidades adormecidas hacia la realidad de los inmigrantes. Cualquiera de nosotros podría haber perecido en Barajas. Esos dos jóvenes ecuatorianos, Diego y Carlos, han representado a toda la sociedad española amenazada por el terrorismo. En medio de esta circunstancia, celebramos este domingo la 93ª Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado.
Merece la pena prestar atención al lema de este año: “La familia migrante”. De sobra sabemos que una buena parte de los inmigrantes parten en solitario de sus países de origen, separándose de sus seres queridos, con el sueño de poder reunificar un día la familia disgregada. Algunos de ellos esperan hacerlo, retornando a sus países de origen al cabo de unos años. Otros confian en conseguir que sus familias puedan, con el tiempo, acompañarles en España.
¿Y qué ocurre en el ínterin de esos años, en los que los miembros de la familia tienen que vivir dispersos, a miles de kilómetros de distancia? Las llamadas telefónicas más o menos frecuentes, las cartas cada vez más escasas, los viajes esporádicos a sus países de origen, alivian muy poco el drama de la separación familiar. Los riesgos de esa separación forzosa son muchos y muy graves: desmotivación, infelicidad, peligro de caer en una vida desestructurada y en vicios, infidelidades matrimoniales…
Todo ello nos debería hacer caer en la cuenta de que, una buena política migratoria tiene muchos motivos para priorizar la reunificación de las familias. No nos referimos sólo a los motivos humanitarios, sino a otros muchos de rentablidad social, económica, seguridad ciudadana, etc. Si tuviésemos una perspectiva más amplia, apostaríamos más decididamente por una inmigración de las familias unidas, así como por la reunificación de las dispersas.
En el mensaje que el Papa Benedicto XVI ha dirigido con motivo de esta Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado, nos ha invitado a prestar una atención especial a una forma concreta de inmigración que suele pasar bastante inadvertida entre nosotros: los estudiantes de otros países. Lejos de su hogar y de la tutela de sus familias, sin un adecuado conocimiento del idioma, a veces carentes de amistades, y frecuentemente, con becas insuficientes. Los jóvenes estudiantes que abandonan el propio país se enfrentan a numerosos problemas, sobre todo, al riesgo de una crisis de identidad, provocada por el contacto repentino y brusco con una cultura liberal que se muestra agresiva con sus raíces religiosas. La Iglesia está llamada a hacer menos dolorosa la ausencia del apoyo familiar de estos jóvenes estudiantes, invitándoles a integrarse en las comunidades parroquiales o en otras comunidades cristianas de vida.
El Papa nos invita a dirigir nuestra mirada a la Sagrada Familia de Nazaret, icono de todas las familias, y muy especialmente de las inmigrantes. Nos escribe en su carta: “El evangelista Mateo narra que, poco tiempo después del nacimiento de Jesús, José se vio obligado a salir de noche hacia Egipto llevando consigo al niño y a su madre, para huir de la persecución del rey Herodes (cfr. Mt. 2, 13-15). En el drama de la Familia de Nazaret, obligada a refugiarse en Egipto, percibimos la dolorosa condición de todos los emigrantes, especialmente de los refugiados, de los desterrados, de los evacuados, de los prófugos, de los perseguidos. Percibimos las dificultades de cada familia emigrante, las penurias, las humillaciones, la estrechez y la fragilidad de millones y millones de emigrantes, prófugos y refugiados. La Familia de Nazaret refleja la imagen de Dios custodiada en el corazón de cada familia humana.”
¡Nada hay que se escape a la Providencia Divina! “Sabemos que todas las cosas resultan para bien, para aquellos que aman a Dios” (Rm. 8, 28). La fe nos hace estar seguros de que el fenómeno migratorio, traerá muchos bienes a toda la sociedad española. Y, en concreto, me permito señalar uno: desde el punto de vista religioso, merece la pena destacar la aportación tan importante que están haciendo los inmigrantes católicos -principalmente hispanoamericanos- a nuestras comunidades católicas. Su vivencia religiosa está mucho menos secularizada que la nuestra, de forma que sus gestos de humilde devoción, son una verdadera llamada de atención ante nuestra frialdad religiosa.
Cuando este jueves me dirigía hacia la Iglesia de Nuestra Señora de la Calle, donde celebramos el funeral por el eterno descanso de los jóvenes ecuatorianos asesinados, un matrimonio hispano me abordó en medio de la calle, pidiéndome que bendijese a los hijos pequeños que les acompañaban. No parecía importarles demasiado ser observados por los que pasaban en ese momento por la acera. El brillo de sus ojos delataba la emoción de la fe. Imagino que en el signo de la cruz que hice sobre sus cabezas, recibieron la gracia de Dios que buscaban. Pero, de lo que estoy seguro, es de que yo recibí mucho más de aquel gesto de fe transparente. ¡Que Dios bendiga a todos los inmigrantes!